Homilías Dominicales

HOMILÍA DEL ARZOBISPO METROPOLITANO EN EL III DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO 2023

“La Conversión es abrir de par en par las puertas a Cristo”

 Domingo de la Palabra de Dios

El Señor Jesús usó constantemente la imagen de la luz para definir su identidad: “Yo soy la luz del mundo” (Jn 8, 12). Y ciertamente lo es, porque Cristo es la Verdad. En Él conocemos plenamente el misterio de Dios y el misterio de la persona humana, es decir, de quiénes somos. Como bellamente afirmaba San Juan Pablo II: “Jesús es el rostro humano de Dios y el rostro divino del hombre”.[1]

Pero Jesús no sólo viene a iluminar a Israel, sino también a todas las naciones de la tierra, por eso vemos en el Evangelio de hoy (ver Mt 4, 12-23) que, durante su viaje de Nazaret a Cafarnaúm, el Señor se interna en tierra de gentiles o paganos, en los territorios de las tribus de Zabulón y Neftalí: “¡Tierra de Zabulón, tierra de Neftalí, camino del mar, allende el Jordán, Galilea de los gentiles! El pueblo que habitaba en tinieblas ha visto una gran luz; a los que habitaban en paraje de sombras de muerte una luz les ha amanecido” (Mt 4, 15-16). De esta manera, el Señor Jesús cumple la antigua profecía de Isaías (ver Is 8, 23).  

Donde la luz llega, las tinieblas huyen, las cosas adquieren forma y dimensión, y la vida cobra color y calor. Todo se ve como realmente es, sin distorsiones o deformaciones.

Por eso es importante dejarse iluminar por Jesús, para así poder vivir en la verdad de quién realmente soy, y del mundo en el que vivo. Preguntémonos: ¿Me dejo iluminar por Jesús? ¿O prefiero las tinieblas?, es decir, vivir en la mentira existencial, de espaldas a la verdad de quién soy y para qué he sido creado y salvado por Cristo.

El Evangelio de hoy también nos cuenta que Jesús comenzó su ministerio público haciendo un apremiante llamado: “¡Conviértanse! Porque el Reino de Dios ha llegado”. La conversión es el núcleo de la predicación de Jesús. ¿Pero en qué consiste? Literalmente “conversión” significa cambio de mente (ver Rom 12, 2), pero la conversión es un proceso que abarca todo nuestro ser. No sólo nuestra mente, sino desde allí, también nuestro corazón y nuestra acción.

Para que ello ocurra, es fundamental dejarse encontrar por el Señor, y en ese encuentro dejarse transformar por Él, porque Jesús es el “Hombre nuevo”. Nosotros podemos verdaderamente convertirnos en “nuevos” sólo si nos ponemos en las manos del Señor y nos dejamos modelar por Él. Ésta es la apasionante historia de los Apóstoles y de los Santos, historia que también puede ser la nuestra.

La conversión, “no se limita al plano ético —como conversión de la inmoralidad a la moralidad—, ni al plano intelectual —como cambio del propio modo de comprender la realidad—; se trata, más bien, de una renovación radical del propio ser, similar, por muchos aspectos, a un volver a nacer. Una transformación semejante tiene su fundamento en la participación en el misterio de la muerte y resurrección de Jesucristo, y se delinea como un camino gradual de conformación a Él”.[2]

Sólo el encuentro auténtico con el Señor Jesús es capaz de provocar un cambio radical en nuestra vida, darle a nuestra existencia un viraje desde sus raíces. Porque, “no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva”.[3]

La conversión consiste entonces en acoger por la fe a Cristo, para llegar a pensar, sentir y actuar como Él, hasta poder llegar a exclamar: “Y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gal 2, 20).  

Esta es la historia de la vocación de Pedro y su hermano Andrés, de Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo, que también nos relata el Evangelio de hoy. Ellos, de pescadores se convirtieron en discípulos y apóstoles del Señor. Antes eran pescadores, y su mente, sus sentimientos, emociones, y acciones, estaban puestas en la barca, las redes, los peces, las mareas, la pesca, etc. Ahora que lo dejan todo y siguen a Jesús, su mente, su corazón y su vida entera, estarán puestas en Jesucristo, presencia viva del Reino de Dios, y en ser pescadores de hombres.

Ciertamente cuando en la vida de una persona aparece en escena el Señor Jesús, todo cambia. Sólo puede comprenderlo quien lo ha experimentado, como los cuatro primeros apóstoles llamados por el Señor Jesús, quienes al encontrar a Cristo y escuchar su llamado, al instante lo dejaron todo y le siguieron (ver Mt 4, 18-22), y de esta manera se embarcaron en la aventura más apasionante de todas: La del seguimiento de Cristo. El Señor Jesús es el único que puede motivar un cambio así de radical: Dejar una profesión, un estilo de vida, e incluso dejar padre y madre.  

Alguno podrá pensar: Dejar entrar a Cristo en mi vida es una pérdida, no sale a cuenta, es perderlo todo, quedarse sin nada, supone mucha renuncia y privaciones. Nuestro querido y recordado Benedicto XVI, en su homilía el día de su solemne inicio del ministerio petrino, contestó con esta bellas y categóricas palabras a esta equivocada forma de pensar: “¡No! Quien deja entrar a Cristo no pierde nada, nada – absolutamente nada – de lo que hace la vida libre, bella y grande. ¡No! Sólo con esta amistad se abren las puertas de la vida. Sólo con esta amistad se abren realmente las grandes potencialidades de la condición humana. Sólo con esta amistad experimentamos lo que es bello y lo que nos libera. Así, hoy, yo quisiera, con gran fuerza y gran convicción, a partir de la experiencia de una larga vida personal, decir a todos vosotros, queridos jóvenes: ¡No tengáis miedo de Cristo! Él no quita nada, y lo da todo. Quien se da a Él, recibe el ciento por uno. Sí, abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo, y encontraréis la verdadera vida”.[4]

Domingo de la Palabra de Dios

El día de hoy, celebramos también el Domingo de la Palabra de Dios, Jornada instituida por el Papa Francisco, el 30 de septiembre de 2019, con la firma de la Carta Apostólica en forma motu proprio, “Aperuit illis”, con el fin de dedicar un domingo en especial a la Palabra de Dios. Esta Jornada tiene que ser una ocasión preciosa para que todos redescubramos el valor de la Sagrada Escritura, que no es sólo un libro, sino una Palabra viva, la de Dios, que busca tocar nuestras vidas para convertirnos.

Hay que leer con frecuencia la Sagrada Escritura, pero siempre en comunión con la Iglesia y su Sagrada Tradición, tanto en la Liturgia como en nuestra vida cotidiana. Reavivemos nuestra responsabilidad de conocer más y mejor la Sagrada Escritura, de comprenderla mejor y de transmitirla fielmente, porque ella es capaz de dar sentido a la vida de la Iglesia en las más diversas condiciones en las que se encuentre.

Al respecto nos dice nuestro querido Papa Francisco: “Tomemos el Evangelio en la mano, cada día un pequeño pasaje para leer y releer. Llevad en el bolsillo el Evangelio o en el bolso, para leerlo en el viaje, en cualquier momento y leerlo con calma. Con el tiempo descubriremos que esas palabras están hechas a propósito para nosotros, para nuestra vida. Nos ayudarán a acoger cada día con una mirada mejor, más serena, porque, cuando el Evangelio entra en el hoy, lo llena de Dios”.[5]

Que María, Virgen y Madre, la Mujer oyente y orante de la Palabra de Dios, nos enseñe a acogerla para así poder vivir conforme a ella, única fuente de vida verdadera.

San Miguel de Piura, 22 de enero de 2023
III Domingo del Tiempo Ordinario
Domingo de la Palabra de Dios

[1] San Juan Pablo II, Angelus, 11-I-2004.

[2] S.S. Benedicto XVI, Homilía en la Fiesta de la Conversión de San Pablo, 25-I-2012.

[3] S.S. Benedicto XVI, Carta Encíclica Deus caritas est, n. 1.

[4] S.S. Benedicto XVI, Homilía en el Solemne Inicio del Ministerio Petrino del Obispo de Roma, 24-IV-2005.

[5] S.S. Francisco, Angelus 23-I-2022.

Puede descargar el PDF de esta Homilía de nuestro Pastor AQUÍ

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