HOMILÍA DEL ARZOBISPO METROPOLITANO EN EL IV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO 2024
“El Señor Jesús, poderoso en palabras y obras”
IV Domingo del Tiempo Ordinario
Si el Evangelio del Domingo pasado nos presentaba la primera predicación del Señor y la vocación de sus primeros apóstoles, el Evangelio de hoy (ver Mc 1, 21-28), nos muestra la primera actividad de Jesús, que no fue otra sino la de enseñar. San Marcos lo hace con estas sencillas pero manifiestas palabras: “Al llegar el sábado entró en la sinagoga y se puso a enseñar” (Mc 1, 21).
Con frecuencia, Jesús recibe en los Evangelios el título de “Maestro”, y sus seguidores, es decir, nosotros, el de “discípulos”. El mismo Señor reclamó para sí este título cuando dijo: “Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar «Rabbí», porque uno solo es vuestro Maestro; y vosotros sois todos hermanos” (Mt 23, 8).
Jesús, enseña con autoridad y novedad
Ahora bien, la doctrina y la manera cómo Jesús enseñaba suscitaba asombro en sus oyentes, fundamentalmente por dos motivos: Por su autoridad y por su novedad. Así lo subraya San Marcos en su Evangelio de hoy: “Y quedaban asombrados de su doctrina, porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas” (Mc 1, 22). ¿En qué se diferencia el modo de enseñar de Jesús del de los escribas? Que estos últimos, si bien enseñaban, lo hacían sin una autoridad propia.
Efectivamente, ellos se basaban en una tradición recibida, es decir, en lo que dijeron antes que ellos Moisés y los demás profetas. Jesús en cambio, enseña cómo alguien que tiene autoridad propia. De esta manera se revela como el Verbo eterno del Padre, que habita entre nosotros, y no como un simple hombre que debe basar su enseñanza en tradiciones precedentes. Así lo expresa con claridad en el Sermón de la Montaña: “Habéis oído que se dijo a los antiguos… Pero yo os digo…” (ver Mt 5, 21-48).
Cristo enseña con autoridad y novedad, porque Él lleva la revelación a su plenitud. Por eso afirmamos que Jesús revela plenamente el misterio de Dios, como Uno y Trino, así como el misterio del hombre. Al respecto de esto último, el Concilio Vaticano II afirma: “Él, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación”.[1] Por eso, todas las verdades encuentran en Cristo su fuente y culmen, porque aquel que está hablando y enseñando es nada menos que la Verdad misma. El mismo Señor lo explicó con estas palabras: “Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: Para dar testimonio de la Verdad. Todo el que es de la Verdad escucha mi voz” (Jn 18, 37), porque “Yo soy la Verdad” (Jn 14, 6). No olvidemos ni por un instante que, Jesús es el Verbo de Dios encarnado, y que, por tanto, cuando Él habla y actúa, es la Palabra de Dios la que está enseñando y obrando. Jesús es la Palabra definitiva de salvación de Dios a los hombres, porque entregándose en persona ha mostrado el verdadero rostro del Padre y del hombre. Con Cristo, culmina la revelación pública.
Por eso, San Juan de la Cruz afirmará que, habiéndonos hablado en su Hijo, “Dios ha quedado como mudo y no tiene más que hablar; ya lo ha hablado todo, dándonos al Todo que es su Hijo”.[2] De ahí la importancia de obedecer el pedido de Dios Padre en el acontecimiento de la Transfiguración: “Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle” (Mt 17, 5). Y el de Santa María en las Bodas de Caná: “Haced lo que Él os diga” (Jn 2, 5).
En este punto de nuestra reflexión preguntémonos: ¿Escuchamos la voz de Jesús que la Iglesia en su nombre nos enseña, y la acogemos con docilidad y mansedumbre en nuestra vida? ¿O más bien endurecemos el corazón y la desoímos? En los actuales tiempos que vivimos, ¿nos dejamos llevar a la deriva por cualquier viento de doctrina o por el relativismo imperante que no reconoce nada como definitivo y que deja como última medida sólo al propio yo y sus antojos y engreimientos?
El verdadero cristiano, o discípulo de Cristo, jamás sigue las olas de la moda y la última novedad ideológica, sino que hace de Jesús, el Hijo de Dios y hombre verdadero, la medida de su vida, consciente que la amistad con Cristo lo abre al verdadero humanismo, y con ello a todo lo bueno que hay en la vida, dándole el criterio para discernir entre lo verdadero y lo falso, entre el engaño y la verdad. No tengamos miedo de que, por ello, y por tener una fe clara según el Credo de la Iglesia, nos ataquen y apliquen la etiqueta de “fundamentalistas”.[3]
Jesús, poderoso en las obras
Por otro lado, Jesús se revela también poderoso en las obras que realiza. San Marcos nos relata en el Evangelio de hoy que: “Había precisamente en su sinagoga un hombre poseído por un espíritu inmundo, que se puso a gritar: «¿Qué tenemos nosotros contigo, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a destruirnos? Sé quién eres Tú: el Santo de Dios». Jesús, entonces, le conminó diciendo: «Cállate y sal de él». Y agitándole violentamente el espíritu inmundo, dio un fuerte grito y salió de él. Todos quedaron pasmados de tal manera que se preguntaban unos a otros: «¿Qué es esto? ¡Una doctrina nueva, expuesta con autoridad! Manda hasta a los espíritus inmundos y le obedecen»” (Mc 1, 23-27).
En el diálogo con el espíritu inmundo (léase con el demonio), advertimos que éste reconoce a Jesús como el “Santo de Dios” que tiene el poder. Todos los presentes en la sinagoga observaban y se decían asombrados: “Manda a los espíritus inmundos y le obedecen” (Mc 1, 27). Esto quiere decir que sólo Jesús vence al demonio, y con Él, nosotros también. Para esto vino Cristo al mundo: Para liberarnos de la esclavitud del demonio y del pecado por medio de la gracia y la verdad, porque: “La Ley nos fue dada por medio de Moisés; la gracia y la verdad nos vinieron por medio de Jesucristo” (Jn 1, 17). “Él pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el Diablo, porque Dios estaba con Él” (Hch 10, 38). Al curar al hombre poseído por un espíritu inmundo, el poder de Jesús confirma la autoridad de su enseñanza. Cristo no se limita a decir palabras, sino que también actúa, y lo hace con milagros y prodigios. De este modo manifiesta el Plan de Salvación de Dios con palabras y acciones milagrosas.
Los milagros de Cristo son la manifestación del amor salvífico de Dios por nosotros, que quiere liberarnos del pecado y de la muerte, es decir, de todo mal. Los milagros de Jesús son la garantía y la confirmación de que su palabra y predicación son la Verdad, pues predicación y obras, señales y milagros, van íntimamente unidos.[4]
Escuchemos lo que al respecto del Evangelio de hoy nos dice nuestro querido Papa Francisco: “El poder de Jesús confirma la autoridad de su enseñanza. Él no pronuncia solo palabras, sino que actúa. Así manifiesta el proyecto de Dios con las palabras y con el poder de las obras. En el Evangelio, de hecho, vemos que Jesús, en su misión terrena, revela el amor de Dios tanto con la predicación como con innumerables gestos de atención y socorro a los enfermos, a los necesitados, a los niños, a los pecadores. Jesús es nuestro Maestro, poderoso en palabras y obras. Jesús nos comunica toda la luz que ilumina las calles, a veces oscuras, de nuestra existencia; nos comunica también la fuerza necesaria para superar las dificultades, las pruebas, las tentaciones. ¡Pensemos en la gran gracia que es para nosotros haber conocido a este Dios tan poderoso y bueno! Un maestro y un amigo, que nos indica el camino y nos cuida, especialmente cuando lo necesitamos”.[5]
Que Santa María nos ayude a ser fieles discípulos de su Divino Hijo, para así experimentar en nuestra vida el poder de su salvación, porque Él, plenitud de la revelación, ha venido para librarnos de las tinieblas del pecado y de la muerte, y resucitarnos a la vida eterna.
San Miguel de Piura, 28 de enero de 2024
IV Domingo del Tiempo Ordinario
[1] Constitución Pastoral Gaudium et spes, n. 22.
[2] San Juan de la Cruz, Subida al Monte Carmelo, Libro 2, Cap. 22, N. 4.
[3] Ver Joseph Card. Ratzinger, Homilía Pro Eligendo Romano Pontifice, 18-IV-2005.
[4] Ver Constitución Dogmática Dei Verbum, n. 4.
[5] S.S. Francisco, Angelus, 28-I-2018.
Puede descargar esta Reflexión Dominical de nuestro Arzobispo AQUÍ