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EXHORTACIÓN PASTORAL DEL ARZOBISPO DE PIURA EN LA SOLEMNIDAD DE LA NATIVIDAD DEL SEÑOR JESÚS 2019

¡Lo que más apreciamos en el cristianismo es al mismo Cristo!

 “Creemos en nuestro Señor Jesucristo, el Hijo de Dios. Él es el Verbo eterno, nacido del Padre antes de todos los siglos y consustancial al Padre, u homoousios to Patri; por quien han sido hechas todas las cosas. Y se encarnó por obra del Espíritu Santo, de María la Virgen, y se hizo hombre: igual, por tanto, al Padre según la divinidad, menor que el Padre según la humanidad, completamente uno, no por confusión (que no puede hacerse) de la sustancia, sino por unidad de la persona. El mismo habitó entre nosotros lleno de gracia y de verdad. Anunció y fundó el reino de Dios, manifestándonos en sí mismo al Padre. Nos dio su mandamiento nuevo de que nos amáramos los unos a los otros como Él nos amó. Nos enseñó el camino de las bienaventuranzas evangélicas, a saber: ser pobres en espíritu y mansos, tolerar los dolores con paciencia, tener sed de justicia, ser misericordiosos, limpios de corazón, pacíficos, padecer persecución por la justicia. Padeció bajo Poncio Pilato; Cordero de Dios, que lleva los pecados del mundo, murió por nosotros clavado a la cruz, trayéndonos la salvación con la sangre de la redención. Fue sepultado, y resucitó por su propio poder al tercer día, elevándonos por su resurrección a la participación de la vida divina, que es la gracia. Subió al cielo, de donde ha de venir de nuevo, entonces con gloria, para juzgar a los vivos y a los muertos, a cada uno según los propios méritos: los que hayan respondido al amor y a la piedad de Dios irán a la vida eterna, pero los que los hayan rechazado hasta el final serán destinados al fuego que nunca cesará”.[1] 

Con esta hermosísima profesión de fe del Papa San Pablo VI, canonizado el pasado 14 de octubre por el Santo Padre Francisco, quiero comenzar este año mi Exhortación Pastoral dirigida a todos ustedes con ocasión de la próxima solemnidad de la Natividad del Señor Jesús. Lo hago con el deseo de que ante la inminente celebración del misterio de la Encarnación-Nacimiento del Hijo de Dios, todos profesemos la auténtica fe en el Señor Jesús, ya que una cierta mentalidad relativista imperante, cuestiona hoy en día no pocas veces el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios como el acontecimiento de la salvación para toda la humanidad. 

La gran fiesta de la Navidad, debe llevarnos a todos los hijos de la Iglesia a proclamar nuestra fe y amor en Jesucristo, el Hijo único de Dios, concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, y nacido de Santa María Virgen.

Él, nos ha revelado plena y definitivamente el misterio de Dios y del Hombre[2], y con su encarnación, muerte y resurrección ha llevado a cumplimiento la Historia de la Salvación, que tiene en Él su plenitud y su centro.

El Verbo se encarnó para salvarnos reconciliándonos con Dios, para que conociésemos el amor de Dios Uno y Trino, para ser nuestro modelo de santidad, y para hacernos partícipes de la naturaleza divina.[3]  

San Luis María Grignion de Montfort, en una admirable página de su “Tratado sobre la verdadera devoción a María”, proclama la fe cristológica de la Iglesia con estas bellísimas palabras que nos ayudan a profundizar en el misterio del Emanuel, el Dios-con-nosotros:

“Jesucristo es el alfa y la omega, «el principio y el fin» de todo. (…) Él es el único maestro que debe instruirnos, el único Señor del que dependemos, la única cabeza a la que debemos estar unidos, el único modelo al que debemos asemejarnos, el único médico que nos debe curar, el único pastor que nos debe alimentar, el único camino que debemos seguir, la única verdad que debemos creer, la única vida que debe vivificarnos, lo único que nos debe bastar en todo. (…) Todo fiel que no esté unido a Cristo como el sarmiento a la vid, se cae, se seca y sólo sirve para ser arrojado al fuego. En cambio, si estamos en Jesucristo y Jesucristo está en nosotros, no debemos temer ninguna condena. Ni los ángeles del cielo, ni los hombres de la tierra, ni los demonios del infierno, ni ninguna otra creatura podrá producirnos mal alguno, porque no podrá separarnos jamás del amor de Dios, en Jesucristo. Todo lo podemos por Cristo, con Cristo y en Cristo; podemos dar todo honor y toda gloria al Padre, en la unidad del Espíritu Santo; podemos alcanzar la perfección y ser perfume de vida eterna para el prójimo”.[4]

Que en esta Navidad, al contemplar los diversos belenes de nuestros hogares, calles y plazas, nos maravillemos una vez más del misterio de amor que significa que Cristo haya venido a nosotros en la humildad de nuestra carne; que Dios se haya anonadado tomando la condición de servidor, haciéndose semejante en todo a nosotros menos en el pecado (ver Flp 2, 7).

Que el misterio de Navidad nos lleve a confesar con valentía a Jesucristo, el Hijo de Dios y de la Virgen-Madre, quien se encarnó, murió y resucitó, y quien vendrá de nuevo al final de los tiempos a juzgar a vivos y muertos. ¡Sí: Nuestro único Señor y Salvador es Jesucristo, el Hijo de Dios vivo! ¡Lo que más apreciamos en el cristianismo es al mismo Cristo!

En Navidad sigamos el impulso del Mes Misionero Extraordinario

Continuando con el impulso iniciado el pasado mes de octubre con el “Mes Misionero Extraordinario”, es bueno reafirmar que la misión principal de los cristianos, en virtud de su bautismo y confirmación, es anunciar a Cristo como único Salvador de la humanidad. La humanidad de nuestros tiempos necesita descubrir que Cristo es su Salvador. Este es el anuncio que los cristianos tenemos que llevar con renovada valentía al mundo de hoy, para así orientar la mirada del hombre moderno hacia el misterio del Señor Jesús, misterio en el cual sólo podrá hallar la respuesta a sus interrogantes y la fuerza necesaria para edificar la auténtica solidaridad humana.

De otro lado, “un anuncio renovado ofrece a los creyentes, también a los tibios o no practicantes, una nueva alegría en la fe y una fecundidad evangelizadora. En realidad, su centro y esencia es siempre el mismo: el Dios que manifestó su amor inmenso en Cristo muerto y resucitado. Él hace a sus fieles siempre nuevos; aunque sean ancianos, «les renovará el vigor, subirán con alas como de águila, correrán sin fatigarse y andarán sin cansarse» (Is 40,31). Cristo es el «Evangelio eterno» (Ap 14,6), y es «el mismo ayer y hoy y para siempre» (Hb 13,8), pero su riqueza y su hermosura son inagotables. Él es siempre joven y fuente constante de novedad. La Iglesia no deja de asombrarse por «la profundidad de la riqueza, de la sabiduría y del conocimiento de Dios» (Rom 11,33)… Afirmaba San Ireneo: «[Cristo], en su venida, ha traído consigo toda novedad». Él siempre puede, con su novedad, renovar nuestra vida y nuestra comunidad y, aunque atraviese épocas oscuras y debilidades eclesiales, la propuesta cristiana nunca envejece. Jesucristo también puede romper los esquemas aburridos en los cuales pretendemos encerrarlo y nos sorprende con su constante creatividad divina. Cada vez que intentamos volver a la fuente y recuperar la frescura original del Evangelio, brotan nuevos caminos, métodos creativos, otras formas de expresión, signos más elocuentes, palabras cargadas de renovado significado para el mundo actual. En realidad, toda auténtica acción evangelizadora es siempre «nueva»”.[5]

En Navidad: acoger el amor gratuito de Dios

Nos encontramos a las puertas de la Navidad, y ante la cercanía del misterio del Nacimiento de Cristo, se hace más intensa y constante nuestra oración: ¡Ven, Señor, Jesús! ¡Ven a liberarnos de las tinieblas del mal!

Nos preparamos para revivir por el misterio de la liturgia el corazón de la Historia de la Salvación: la Encarnación del Hijo amado del Padre, quien vino para habitar entre nosotros y reconciliar así a toda criatura con su muerte en la cruz. En el misterio de Navidad ya está presente la Pascua. La luz de la estrella que resplandece sobre el establo de Belén, nos dirige al fulgor de Cristo resucitado que vence las tinieblas del pecado y de la muerte.

En un mísero establo contemplaremos a Dios que por amor se hace niño, se hace Hijo de la Mujer (ver Gen 3, 15), en cuyos brazos yace primero con todo el amor y acogida de su Madre, antes de reposar en el pesebre, como verdadero Pan de vida eterna bajado del Cielo (ver Jn 6, 49-50).

Jesús, da a quien lo acoge la alegría que perdura, y a los pueblos que se abren a su amor, la unidad y la paz. La Navidad nos pide abrir el corazón a quien nos abre de par en par las puertas del Reino de los Cielos. Celebrar la Navidad nos exige adorar al Niño Dios, y hacerle espacio en nuestro corazón, convirtiéndonos a su amor, a ese amor que creó el cielo y la tierra y que da vida a cada criatura: A los minerales, a las plantas, a los animales; a ese amor que es la fuerza que atrae al hombre y a la mujer, y hace de ellos una sola carne, una sola existencia; a ese amor que regenera la vida, que perdona las culpas, que reconcilia a los enemigos, y que transforma el mal en bien.[6]

En el misterio de Navidad hay una fuerte experiencia de la belleza de la familia. José y María, acogen a Jesús-Amor. ¡Cuánto necesitan hoy nuestras familias de ese amor! ¡Y cuánto necesita nuestra sociedad de familias fuertes en el amor del Señor! La familia, es la célula básica de la sociedad, la escuela del más perfecto humanismo, Iglesia doméstica y santuario de la vida. Por eso la familia constituye la gran “riqueza social”, que otras instituciones no pueden sustituir.[7]

Si Dios quiso entrar al mundo por medio de una familia, fue para subrayarnos que la familia es esencial para la conversión del mundo a Dios y para que exista una sociedad digna de la persona humana.

En la Navidad celebramos la gratuidad del amor de Dios que vence la lógica del utilitarismo, del egoísmo, del costo-beneficio, de la indiferencia y de la corrupción. Por ello si queremos que el desarrollo económico, social y político sea auténticamente humano, hay que dar espacio al principio de gratuidad como expresión de fraternidad que se hace patente en el misterio de Dios que se dona sin condiciones por amor a nosotros.[8] La gratuidad, como experiencia central de la Navidad, “fomenta y extiende la solidaridad y la responsabilidad por la justicia y el bien común en sus diversas instancias y agentes”.[9]

A Santa María, quien gracias a su “Hágase”, se convirtió en la puerta de la humanidad que anhelante acoge el don de la salvación le rezamos:

Madre del Redentor, Virgen fecunda,
puerta del Cielo siempre abierta, estrella del mar,
ven a librar al pueblo que tropieza y se quiere levantar.
Ante la admiración de Cielo y tierra,
engendraste a tu santo Creador,
y permaneces siempre Virgen.
Recibe el saludo del ángel Gabriel,
y ten piedad de nosotros, pecadores.

Les deseo a todos una Feliz y Santa Navidad, y un Año Nuevo lleno de las bendiciones del Señor Jesús.   

Los bendice y pide sus oraciones para el Papa Francisco. 

San Miguel de Piura, 15 de diciembre de 2019
III Domingo de Adviento

[1] San Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios, nn. 11-12.

[2] Ver San Juan de la Cruz, Subida al Monte Carmelo, II, 22, 3: “Antes se nos daban palabras de Dios pero ahora se nos ha dado «la Palabra»”; Gaudium et spes n. 22: «El misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado».

[3] Ver Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 456-460.

[4] San Luis María Grignion de Montfort, Tratado sobre la verdadera devoción a María, n. 61.

[5] S.S. Francisco, Evangelii Gaudium, n. 11.

[6] Ver S.S. Francisco, Mensaje Urbi et orbi, 25-XII-2016.

[7] Ver S.S. Francisco, Santa Misa por las Familias, Guayaquil, 06-VII-2015.

[8] Ver S.S. Benedicto XVI, Caritas in veritate, n. 34.

[9] S.S. Benedicto XVI, Caritas in veritate, n. 38.

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