Reflexiones Litúrgicas

MEDITACIÓN DEL ARZOBISPO METROPOLITANO DE PIURA ACERCA DE LA IMAGEN DE SAN JOSE

“San José, el varón Justo”

Queridos hermanos y hermanas:

Probablemente les va a parecer extraño que esta última meditación del mes de mayo esté dedicada a San José, casto esposo de la María Virgen, pero estos días recordé que el mes de mayo se inaugura con una fiesta en honor a este Santo Patriarca como obrero, y que además a lo largo de todo mayo no había hecho mención a él. Grave olvido e injusticia de mi parte que quisiera ésta tarde reparar en algo. San José, es el custodio del Señor Jesús, y es el custodio de la perpetua virginidad de Santa María, su esposa. A Él le fue confiada la altísima responsabilidad del resguardo del hogar de Nazaret. El Concilio Vaticano II, hablando del Señor Jesús nos dice que: “Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado» (Gaudium et spes, n. 22). ¿De quién aprendió Jesús a trabajar con manos de hombre? Sin lugar a dudas de San José. Podemos imaginarnos primero al niño y después al joven Jesús, en el taller de José aprendiendo el oficio de carpintero.

En mi vida, San José está presente desde el día de mi bautizo, ya que José es uno de los dos nombres cristianos que mis padres me dieron el día de mi santo Bautismo. Desde pequeño mis padres, cultivaron en mí una gran devoción a San José, representada en la pequeña imagen que tenía de él en mi mesa de noche. De ahí mi vergüenza por no haberlo tenido presente hasta ahora en alguna meditación durante este tiempo.

Vivimos momentos difíciles, no sólo por la pandemia que nos golpea, sino también y sobre todo por el olvido de Dios en el cual viven muchas personas y sociedades que edifican sus vidas prescindiendo del Señor, de su Divino Plan, es decir de su Amor. Es el mal del “agnosticismo funcional”, que es como una “apostasía silenciosa por parte del hombre autosuficiente, que vive como si Dios no existiese”.[1] 

Alejado de Dios-Amor y de su Divino Plan, el hombre contemporáneo termina dándole la espalda a su verdad de su ser y dimitiendo de lo auténticamente humano. Por ello es necesario reflexionar sobre la persona y la misión de San José, porque él nos manifiesta con su vida que si el ser humano no está abierto a lo divino, nunca podrá encontrar la verdad más profunda de sí mismo, y así descubrir el camino de su realización personal y de su salvación eterna.

El Evangelio define a San José como “hombre justo” (ver Mt 1, 19). “Justo”, no significa persona minuciosa y rigurosa en el cumplimiento de la ley judía, como sí lo eran los letrados y fariseos. “Justo” tampoco significa persona más o menos buena que da a cual lo que le corresponde. “Justo”, para la Sagrada Escritura, es aquel que está abierto a Dios, Comunión de Amor; es la persona que sabe ver con asombro la acción de Dios en su vida y en el mundo. “Justo”, es la persona que respeta el designio divino, la voluntad divina, y acoge reverente las exigencias del Plan de Dios en su propia vida. “Justo” es aquel que ajusta su vida a las exigencias de la Palabra de Dios. Y este, queridos hermanos, es San José.

Por eso me parece muy apropiada la traducción del pasaje de la Anunciación a San José que realiza con notable autoridad el Padre Ignace de la Potterie, en su libro “María en el Misterio de la Alianza”: “José, su esposo, como fuese justo y no quisiese revelar su misterio, resolvió separarse de ella secretamente”.[2] Tan «Justo» es San José, que no quería revelar el misterio de María. San José, por ser un hombre de Dios, descubre que el Señor está obrando algo grande y maravilloso en la vida de su esposa María.

Muy probablemente, María le habría contado lo acontecido el maravilloso día de la Anunciación-Encarnación. Respetuoso de los Planes de Dios, y porque hasta ese momento no tiene señal alguna que Dios quiere que tome parte activa en la obra de la Reconciliación, San José decide alejarse respetuosamente. Pero apenas Dios le hace saber en sueños que quiere que él tome parte activa en su Plan de Salvación, San José será el hombre obediente que se abre a las exigencias del Plan de Dios con absoluta generosidad para custodiar a María y al Verbo Eterno, ya vivo y presente en el vientre virginal de su esposa.

En el primer capítulo del Evangelio de San Mateo, San José es presentado como un hombre sensible al misterio de la concepción virginal de su esposa Santa María y como modelo de acogida de este misterio por su actitud de fe, de humildad y de respeto. Modelo para estos tiempos en que con demasiada frecuencia no se habla de la concepción virginal y de la virginidad perpetua de María, más que para ponerlas en duda. San José nos invita a reconocer el misterio de la acción de Dios en la Virgen y nos invita a aproximarnos siempre a este misterio, y a todo misterio del amor de Dios en beneficio de su criatura más excelsa, que es la persona humana, con esa capacidad de fe, de asombro, de adoración, de reverencia y de gratitud que se hace toda acogida.

“José, hijo de David, no temas recibir en tu casa a María, a tu esposa, pues ciertamente lo concebido en ella es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo a quien pondrás por nombre Jesús porque salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1, 20-21). En este pasaje de la Anunciación a San José, se nos revela la vocación de este hombre “Justo”: ser el Custodio del Redentor. San José puede custodiar bien al Redentor, porque sabe bien quién es Jesús: es el Verbo de Dios hecho Hijo de Mujer, hecho Hijo de Santa María, en todo semejante a nosotros, menos en el pecado. Sabe que Jesús es el Mesías esperado, el Salvador del mundo. Por lo tanto, qué importante también es comprender que a través de una auténtica devoción a San José, él nos ayuda a conocer la verdad del Señor Jesús, esa verdad del Señor que hoy constatamos con dolor que es puesta en duda, porque se pone en duda la universalidad y la unicidad del Señor Jesús, como Salvador de toda la humanidad.

San José nos debe conducir a conocer a Jesucristo, y a descubrir que Él es el único Salvador del mundo ayer, hoy y lo será siempre (ver Heb 13, 8).

Permítanme ahora compartir con ustedes lo que San José significa para mí. A lo largo de mi vida consagrada y sacerdotal, él ha sido y es para mí, ejemplo de fidelidad y obediencia, de una fidelidad y obediencia nutridas de amor, pues de lo contrario la fidelidad y la obediencia no son tales.

En primer lugar, San José es para mí modelo de acogida de los Planes de Dios y de docilidad a las exigencias de esos planes en la propia vida: “Al despertar José de su sueño hizo como el Ángel del Señor le había mandado” (Mt 1, 24). El Evangelio no recoge de él ninguna palabra de respuesta, pero su actitud y su forma de proceder es más que elocuente, es todo un lenguaje cargado de fe, de amor, de obediencia, de generosidad, de cooperación.

Asimismo San José, es para mí ejemplo de trabajo responsable hecho oración, pues es el varón “Justo” que hizo de su vida una liturgia continua. Una de mis imágenes preferidas de San José, se encuentra en el Museo de Arte Religioso de la Catedral de Lima. En ella el santo está durmiendo. Es la escena de su Anunciación, donde el Ángel del Señor se le aparece en sueños (ver Mt 1, 20). Pero a la vez está sosteniendo en su mano derecha su martillo de carpintero, símbolo hermoso de que en su vida, la oración y la acción están perfectamente integradas: oración para la vida y el apostolado y vida y apostolado hechos oración. En él no hay separación entre fe y acción, porque su fe orienta de forma decisiva sus acciones.

Igualmente, San José es para mí paradigma de pureza, de esa pureza que todo sacerdote necesita para tener un corazón totalmente entregado al Señor y abierto en actitud de servicio hacia los hermanos. Esa pureza que es necesaria para vivir el amor auténtico y hermoso que el mundo de hoy no entiende, ni comprende en la vocación sea ésta de un sacerdote, de un consagrado o consagrada, o de un hombre y una mujer unidos en santo matrimonio.

San José es también para mí modelo de varón prudente. Muchas imágenes de San José que se veneran en las diferentes iglesias del mundo lo representan con el ceño fruncido. Ello no significa que el santo este molesto, fastidiado, y mucho menos malhumorado. El Padre Santiago Ramírez, OP., en su obra “Tratado sobre la Prudencia”, nos ayuda a entender este hermoso simbolismo: “frente” viene del latín “frons” y del griego “frones”. Y estas dos palabras significan, “hondo pensamiento, preocupación intensa, como cuidado de algo o de alguien”. Por tanto significan: pensamiento firme y concluso en orden a conseguir un bien o evitar algún mal. San José es el hombre profundamente cimentado en la verdad y en la fe, y por ello puede “decidir y actuar bien”, es decir en conformidad con el Plan de Dios en su vida para así cuidar de la mejor manera posible a Jesús, y a su esposa, María. 

San José es también para mí ejemplo de custodio del don de la fe. Durante toda su vida protegió con prudencia y amor a Jesús y a María. A lo largo de mi ministerio he entendido esto como la necesidad de proteger al Señor y a María en la vida de aquellos que me han sido confiados a mi cuidado pastoral. Así como San José cuidó a Jesús y a María, la labor de un sacerdote y más de un obispo, es la de proteger la presencia viva del Señor y de María en el corazón de sus fieles, así como defender su dignidad humana. En concreto, defender y proteger la fe de los más humildes y pequeños, de los más pobres y sencillos, para que el maligno y el mundo, no les arranquen a Cristo de sus corazones. Y esta es también la misión de los padres al interior de su propia familia, especialmente con sus hijos: ser custodios de la fe que les han dado.

Cuando fui párroco de “Nuestra Señora de la Reconciliación”, aprendí que San José es un poderosísimo intercesor, por algo es el patrono de la Iglesia Universal. En 1992, me tocó emprender la construcción de la sede de la iglesia parroquial. Eran tiempos duros de inflación, recesión y terrorismo. Sólo tenía los planos de la construcción y muy pocos ahorros. Por consejo de una religiosa de clausura, “sembré” en el terreno, una medalla de San José. Desde ese momento pude experimentar a lo largo de los cuatro años y medio que duró la construcción, que San José no dejó de proveer ni un solo día a la construcción del templo parroquial.

Yo le decía en mi oración: “San José, esta iglesia es para tu Esposa, Nuestra Señora de la Reconciliación, y es para tu Hijo, Jesús, tienes que ayudarnos”. Y siempre llegaban los recursos necesarios que nos permitían avanzar con la construcción y no parar hasta concluir. Nunca nos faltó, pero al final tampoco nada sobró.

Así es como San José me ha ayudado cuando era sacerdote. Cuando fui nombrado obispo el año 2002, yo le decía en mi oración: “José ¿qué me puedes enseñar ahora en esta nueva etapa de mi vida?”. El Santo respondió a mi oración ¿Cómo? Me llegó un libro, donde no esperaba encontrar la respuesta, un libro del entonces Cardenal Joseph Ratzinger, el tema, la Eucaristía, el título: “El Dios cercano”. En la página 12, el Cardenal Ratzinger escribe de San José lo que ahora como obispo me está sirviendo de guía para vivir mi ministerio episcopal. Cito textualmente: “San José, con el cetro que florece, es presentado como el Sumo Sacerdote, como el modelo originario del obispo cristiano. María, en cambio, es la Iglesia viviente, sobre Ella desciende el Espíritu Santo y así se convierte en el nuevo Templo. San José, el justo es el administrador de los misterios de Dios, padre de familia y custodio del Santuario que es su Esposa María, y del Verbo dentro de Ella. María no está a su disposición sino bajo su custodia”. Como San José, entonces, el obispo es administrador de los misterios de Dios y el custodio de la Iglesia de Cristo. No es su dueño, sólo su administrador porque la Iglesia es de Jesús, no nuestra.

Queridos hermanos y hermanas: Miraremos el futuro con coraje y confianza como San José, poniéndonos totalmente en las manos de Dios como él lo hizo a lo largo de toda su vida. Confiémonos como el Santo Patriarca totalmente a la infinita misericordia de Dios que nunca nos abandona. Como San José mantengamos en estos duros momentos de prueba, la calma y la serenidad, calma y serenidad que él tuvo cuando nadie quiso darle posada en Belén junto con su grávida Esposa; calma y serenidad que él mantuvo cuando tuvo que huir a Egipto para proteger al recién nacido Jesús y a su esposa María de las manos asesinas de Herodes que querían matar al Niño Dios; calma y serenidad que el conservó durante la vida oculta en Nazaret confiando siempre en la Providencia Divina para que nunca le faltase lo necesario a su familia. 

San José, patrono de la buena muerte tú que expiraste en los brazos amorosos de Jesús y María, intercede por nuestros fallecidos. Tú custodio de la Sagrada Familia, protege a nuestras familias. De manera especial protege a los enfermos y a las personas que están cuidándoles arriesgando sus vidas en este servicio: los médicos, las enfermeras, los enfermeros, los voluntarios, y los sacerdotes. Que por tú intercesión veamos transformados estos tiempos sombríos, en tiempos luminosos y de vida. Amén.

San Miguel de Piura, 28 de mayo de 2020
Jueves de la VII Semana de Pascua

[1] S.S. Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Post Sinodal Ecclesia in Europa, nn. 7-9.

[2] Ignace de la Potterie, María en el Misterio de la Alianza, p. 69.

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