HOMILÍA DEL ARZOBISPO METROPOLITANO EN EL II DOMINGO DE PASCUA O DE LA DIVINA MISERICORDIA 2023
“Jesús, ten misericordia de nosotros”
II Domingo de Pascua o de la Divina Misericordia
El Domingo, Día del Señor
Nuestro Evangelio de hoy, II Domingo de Pascua o de la Divina Misericordia (ver Jn 20, 19-31), recoge dos apariciones de Cristo resucitado a sus Apóstoles. La primera, “al atardecer de aquel día, el primero de la semana” (Jn 20, 19), es decir, el mismo día de la Resurrección, el Domingo de Pascua. Y la segunda aparición, “ocho días después” (Jn 20, 26), es decir, nuevamente un día Domingo.
Todo ello nos debe llevar a reflexionar en la importancia del Domingo como el Día del Señor, y por tanto, como un día irrenunciable, que debemos santificar. El Domingo es la Pascua semanal; es el día de la nueva creación que anuncia la eternidad; es el día de Cristo resucitado, vencedor del pecado y de la muerte; es el día de la Fe. El Domingo, “Día del Señor”, es la ocasión propicia para sacar fuerzas de Él, que es el Señor de la vida, más aún ahora en estos tiempos de emergencia que vivimos en Piura y Tumbes. Jamás debemos verlo como una obligación, “al contrario, participar en la celebración dominical, alimentarse del Pan eucarístico y experimentar la comunión de los hermanos y las hermanas en Cristo, es una necesidad para el cristiano; es una alegría; así el cristiano puede encontrar la energía necesaria para el camino que debemos recorrer cada semana”.[1]
¡La paz con vosotros!
Es en la Eucaristía, donde experimentamos la presencia del Resucitado en medio de nosotros, una presencia que, también a nosotros como a los Apóstoles, nos trae el don de la paz: “Se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: La paz con vosotros” (Jn 20, 19.21.26).
Apenas Jesús pronuncia este saludo pascual, los Apóstoles que estaban llenos de temor y miedo, “se alegraron de ver al Señor”(Jn 20, 20). Los Apóstoles, necesitaban de la paz de Cristo, pues no nos olvidemos que le habían abandonado el día de su Pasión y Muerte en la Cruz, y después no habían creído en que había resucitado de entre los muertos. La experiencia interior de los Apóstoles debió de haber sido de una profunda tristeza espiritual, de un gran desconsuelo porque le habían fallado a su Señor y dudado de su palabra. Sentían que no estaban en paz con Jesús, y cuando falta la paz del corazón, éste se llena de temor y desesperanza.
Nos relata el Evangelio, que los Apóstoles, se encontraban con las puertas cerradas por miedo a los judíos (ver Jn 20, 19), pero no hay puerta que detenga al Amor del Señor por los suyos. Y de pronto, todo cambia, porque Cristo se pone en medio de ellos para asegurarles que está vivo, que ha vencido, y que no los abandona. Ellos se llenan de alegría de ver a Su Señor (ver Jn 19, 20), y Jesús calma sus temores diciéndoles: “La paz con vosotros” (Jn 20, 21.26). Lo mismo hace hoy en día con nosotros, que vivimos entre angustias y dolores.
Los signos de su Pasión, son los signos de su Amor por nosotros
“Dicho esto, (Jesús) les mostró las manos y el costado” (Jn 20, 20). Los signos de los clavos en las manos, y de su costado atravesado por la lanza, son los signos de su Pasión, son los signos de su Amor por nosotros. El Señor, muestra las señales de su Pasión, para manifestarnos a qué precio el hombre vuelve a la amistad con Dios, es decir, a qué precio nos ha conquistado el don de la reconciliación. “Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Los otros discípulos le decían: Hemos visto al Señor. Pero él les contestó: Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré” (Jn 20, 24-25).
Por ello, con una gran fineza de amor, el Señor se vuelve a aparecer para rescatar y rehabilitar a Tomás de su incredulidad y abatimiento: “Ocho días después, estaban otra vez sus discípulos dentro y Tomás con ellos. Se presentó Jesús en medio estando las puertas cerradas, y dijo: La paz con vosotros. Luego dice a Tomás: Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente” (Jn 20, 26-27). Es como si el Señor le dijese a Tomás, y a través de él a todos nosotros: “Estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos, y tengo poder sobre la muerte y el infierno” (Ap 1, 18). Las señales de la Pasión fueron comprobadas por el Apóstol incrédulo quien, abriéndose a la fe en la Resurrección, le dedica a Jesús una de las más hermosas aclamaciones de fe del Evangelio, la cual hemos hecho nuestra para confesar públicamente nuestra fe en la presencia real de Cristo en el misterio de su Cuerpo y de su Sangre: “Señor mío y Dios mío” (Jn 20, 28).
Dos lecciones a aprender
Dos lecciones podemos extraer para nuestra vida cristiana de esta parte de nuestro Evangelio dominical: La primera, no caigamos en la tentación de Tomás de apartarnos de la Comunidad, es decir, de la Iglesia. Cuando lo hacemos la fe se debilita, y las dudas y la desesperanza se apoderan de nuestra mente y corazón. La segunda: En cada Santa Misa, el Resucitado viene en nuestra búsqueda para fortalecer nuestra fe y darnos el don de su paz. Por ello, cuando el sacerdote consagre el pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, y los eleve para nuestra adoración, llenos de fe eucarística proclamemos: “Señor mío y Dios mío” (Jn 20, 28), porque, “Dichosos (son) los que no han visto y han creído” (Jn 20, 29).
El poder de perdonar los pecados
Después de haber visto a Cristo resucitado, los Apóstoles reciben el poder de perdonar los pecados: “Como el Padre me envió, también yo os envío. Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos” (Jn 20, 21-23).
Los Apóstoles, y a través de ellos todos los sacerdotes, hemos recibido del Señor y de la Iglesia la potestad de perdonar los pecados en el Sacramento de la Reconciliación. Sabemos muy bien que es en virtud del Espíritu de Cristo que los pecados nos son perdonados, porque como sentencia el libro del Apocalipsis: “Jesucristo…nos ama y nos ha lavado con su Sangre de nuestros pecados” (Ap 1, 5).
Domingo de la Divina Misericordia
Hoy también celebramos a la “Divina Misericordia”. Nuestra atención se fija en esta hermosa devoción que San Juan Pablo II impulsó decididamente con la canonización de Santa Faustina Kowalska, instituyendo esta fiesta el II Domingo de Pascua, como lo quería el mismo Jesús: “Deseo que el primer domingo después de la Pascua de Resurrección sea la Fiesta de la Misericordia…Deseo que la Fiesta de la Misericordia sea refugio y amparo para todas las almas y, especialmente, para los pobres pecadores. Ese día están abiertas las entrañas de mi Misericordia…En ese día están abiertas todas las compuertas divinas a través de las cuales fluyen las gracias”.[2]
En estos tiempos de emergencia para Piura y Tumbes, que estamos viviendo por las peligrosas lluvias e inundaciones, cuán necesario y urgente es que volvamos nuestro corazón a la Divina Misericordia, para implorarle: ¡Por tu dolorosa Pasión, ten misericordia de nosotros y del mundo entero!
Que la invocación a la Divina Misericordia brote de lo más profundo de nuestros corazones, hoy llenos de sufrimiento, de temor, e incertidumbre, pero, al mismo tiempo en busca de una fuente infalible de esperanza y paz, que no es otra sino la Divina Misericordia, que para nosotros tiene un rostro y un nombre concretos: El Señor Jesús resucitado. No nos olvidemos que hoy, de manera especial en esta fiesta, las entrañas de la misericordia de Jesús nos están abiertas de par en par.
Por ello, dirijámonos con confianza a la Divina Misericordia, y no nos cansemos de decir una y otra vez: “Jesús, en Ti confío…Santo Dios, Santo Fuerte, Santo Inmortal, ten piedad de nosotros y del mundo entero”. Jesús, la Misericordia Divina encarnada, puede ponerle fin a las lluvias devastadoras, a las inundaciones y enfermedades que nos afectan.
Invito a las familias a que después de la Misa y del rezo que haremos de la Coronilla, se reúnan un momento alrededor del Crucifijo o de la imagen de la Divina Misericordia, y en silencio y de rodillas, vayan contemplando cada una de las cinco llagas del Señor. Hacerlo nos dará la certeza de su amor incondicional en nuestras vidas, y que pronto nos dará un tiempo sereno y tranquilo, porque su amor es fiel e infinito, y nunca nos abandona, menos en estas horas de emergencia, porque “su misericordia es eterna” (Sal 135), porque su amor siempre vence, y porque Dios siempre puede más. Por algo el Señor no quiso borrar de su cuerpo glorificado las llagas de su Pasión.
Que, de la consideración de las llagas del Señor Jesús, nuestro corazón se abra confiado al amor del Resucitado, y juntos con Santo Tomás, confesemos y alabemos a Cristo diciéndole: “Señor mío, y Dios mío” (Jn 20, 28).
San Miguel de Piura, 16 de abril de 2023
II Domingo de Pascua o de la Divina Misericordia
[1] S.S. Benedicto XVI, Homilía en la Solemnidad de Corpus Christi, 29-V-2005.
[2] Santa Faustina Kowalska, Diario, nn. 299 y 699.
Puede descargar la Homilía pronunciada hoy por nuestro Arzobispo AQUÍ