Homilías

HOMILÍA DEL ARZOBISPO METROPOLITANO EN LA MISA VESPERTINA DE LA CENA DEL SEÑOR

JUEVES SANTO 

Misa Vespertina de la Cena del Señor 

¡Ha llegado Su Hora de Amarnos hasta el extremo!

En esta celebración de la Misa Vespertina de la Cena del Señor, nos trasladamos espiritualmente al Cenáculo de Jerusalén, donde Jesús está reunido con sus Doce Apóstoles.   

El apóstol San Juan, introduce con estas palabras solemnes el ambiente que se vivía en la Última Cena: “Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús, que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13, 1).  

Muchas veces a lo largo de su ministerio público y en diversas circunstancias, el Señor Jesús habló de “su hora” para referirse a aquel momento supremo fijado por su Padre, en el cual Él daría pleno cumplimiento a la obra de nuestra Reconciliación. Esta “hora”, es la “hora” de su Pasión, Muerte y Resurrección, la cual comienza hoy Jueves Santo.

La “hora” de Jesús, es la “hora” de su amor por cada uno nosotros, de un amor que llegará hasta el extremo, hasta la entrega total de sí mismo en la Cruz. Con cuánto razón, Santa Teresa Benedicta de la Cruz, también conocida como Edith Stein, decía que, “la esencia más profunda del amor consiste en darse por entero”. 

Queridos hijos, viendo que hoy Jueves Santo ha llegado para Jesús “su hora”, quisiera preguntarle a cada uno de ustedes: ¿No habrá llegado también para ti la hora” de decidirte a amar totalmente al Señor Jesús y a los hermanos? Porque, “el hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente. Por esto precisamente, Cristo Redentor…revela plenamente el hombre al mismo hombre”.[1]  

“¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros?”  

La noche del Jueves Santo, es una noche que se desenvuelve en el Cenáculo de Jerusalén, en un clima de calidez y amistad, de revelaciones y confidencias, donde el Señor abre su corazón a sus amigos. Nuevamente es el Evangelista San Juan, el discípulo amado, el que nos relata lo que ahí se dijo y vivió: “Con plena conciencia de haber venido del Padre y de que ahora volvía a Él, y perfecto conocedor de la plena autoridad que el Padre le había dado, Jesús se levantó de la mesa, se quitó el manto, tomo una toalla y se la ciñó a la cintura. Después echó agua en una palangana y se puso a lavarles los pies y a secárselos con la toalla que llevaba a la cintura” (Jn 13, 3-5).

Los Apóstoles se sorprenden al ver que su Maestro se ponía a lavarles los pies. De manera particular el Evangelio recoge la sorpresa y la resistencia de Pedro: “Señor, ¿lavarme tú los pies a mí? ¡Jamás! (Jn 13, 6-8), como diciéndole Pedro a Jesús: ¿Cómo puedes Tú, siendo el Hijo de Dios vivo, el Cristo, comportarte como un siervo, como un esclavo? ¿Cómo puedes tú siendo el Maestro ponerte a los pies de tus discípulos y lavárselos? ¿Cómo puedes tú Señor, ponerte a mis pies, cuando fui yo quien se arrojó a los tuyos cuando ocurrió el acontecimiento de la pesca milagrosa? (ver Lc 5, 8). Y la respuesta de Jesús no se hace esperar: “Si no te dejas lavar los pies, no tienes que ver nada conmigo” (Jn 13, 8-9). Y el bueno de Pedro, que no puede concebir su vida sin Jesús, se rinde ante al Maestro y le dice: “Señor, no sólo los pies, sino hasta las manos y la cabeza” (Jn 13, 9).  

Y después de lavarles los pies, Jesús les dice: “¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis el Maestro y el Señor, y decís bien porque lo soy. Pues si yo, el Maestro y el Señor os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros. Porque os he dado ejemplo, para que hagáis como yo he hecho con vosotros” (Jn 13, 12-15).

Estoy seguro de que, como el bueno de Pedro, todos nosotros queremos estar siempre con Cristo y ser contados entre sus discípulos. Pero para ello, y siguiendo el ejemplo del Maestro, debemos estar dispuestos a “lavar siempre los pies de los demás”, quienes tienen hoy en día un rostro muy concreto: Nuestros hermanos damnificados por las intensas lluvias e inundaciones.  

Hoy en medio de la emergencia que vivimos, “lavar los pies”, significa, amar y servir a los damnificados, significa cada obra de misericordia y de caridad, que podamos hacer en favor del prójimo, especialmente en favor de los que lo han perdido todo por las lluvias e inundaciones.

Estos días hemos visto correr por nuestras calles, plazas, y ríos, muchísima agua. En este Jueves Santo, el Señor nos invita a abajarnos, a ponernos a los pies de los demás, a “lavarnos los pies” los unos a los otros con la única agua que purifica y da vida, que todo lo limpia y sana: El agua pura de su Amor crucificado.

En esta noche de Jueves Santo, noche en que el Sacratísimo Corazón de Jesús se abre desde lo más profundo de sí para compartir con nosotros sus sentimientos más puros, nobles e intensos, te pido que escuches con reverencia al Señor que por el misterio de la Liturgia se hace presente entre nosotros para decirnos: “Os doy un mandamiento nuevo: Que os améis los unos a los otros. Que como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros” (Jn 13, 35).  

Queridos hermanos, nunca hay que olvidar que, “el verdadero remedio para las heridas de la humanidad es un estilo de vida basado en el amor fraterno, que tiene su raíz en el amor de Dios”.[2]

“Tomen y coman esto es mi Cuerpo…Tomen y beban esta es mi Sangre”.

Pero en el Cenáculo ocurre sobretodo un milagro que nadie podía imaginar: El don de la Eucaristía. De pronto Jesús, “tomó pan, y dadas las gracias lo partió y se lo dio diciendo: Esto es mi Cuerpo que es entregado por vosotros; haced esto en recuerdo mío. De igual modo, después de cenar, la copa, diciendo: Esto es mi Sangre: la Sangre de la Alianza derramada por muchos, en remisión de los pecados. Hacedlo en recuerdo mío” (Lc 22, 19-20). Estas palabras sobrepasan la comprensión de los discípulos, como aquellas pronunciadas por Jesús después del milagro de la multiplicación de los panes y de los peces: “Yo soy el Pan de Vida…Quien lo come no muere. Si no coméis mi carne y no bebéis mi sangre, no tendréis la vida en vosotros” (Jn 6, 35.50.53). 

Como a los Apóstoles, también a nosotros el misterio eucarístico nos sobrepasa y nos preguntamos: ¿Cómo puede Jesús entregarse del todo, su Cuerpo y su Sangre, su alma y su divinidad, bajo el velo del pan y del vino? Por ello en el himno del “Tantum Ergo” que cantaremos al final de la Misa de hoy, en un momento diremos: “Praestet fides suplementum, sensuum defectui”, es decir, “Supla la fe inconmovible del sentido los defectos”.

La Eucaristía es “misterio de la fe”, que supera la capacidad de nuestro entendimiento de poder comprenderlo, y por tanto nos exige la más absoluta confianza en las palabras de Jesús: “Esto es mi Cuerpo, esta es mi Sangre”. Nadie como María Santísima, la creyente por excelencia, puede ser nuestro apoyo y guía en nuestra fe eucarística.

¿Quién mejor que Ella que creyó en el misterio de la Anunciación – Encarnación, puede ayudarnos a creer que el mismo Jesús, su Divino Hijo, se hace presente con todo su ser divino y humano en las especies del pan y del vino?  

En esta noche de Jueves Santo, noche del don de la Eucaristía, nuestra oración se dirige también a la Madre, la “Mujer Eucarística”, para pedirle que nos ayude a creer y a amar más este milagro del amor divino. No olvidemos que si hay Eucaristía es en gran parte gracias a Santa María, porque el Cuerpo y la Sangre que adoramos y recibimos en este misterio de fe, es el mismo Cuerpo y la misma Sangre que nacieron de Ella. Por eso la liturgia canta: “Ave verum corpus natum de Maria Virgine”. “Te saludamos verdadero cuerpo nacido de María Virgen”.

Por otro lado, Ella que presentó a su Hijo en el templo de Jerusalén (ver Lc 2, 21-40), Ella que acompañó a Jesús a lo largo de toda su Pasión, y estuvo al pie de su Cruz padeciendo en su Inmaculado Corazón todo lo que Cristo sufría en su cuerpo (ver Jn 19, 25-27), es la que mejor puede guiarnos a profundizar en la dimensión sacrificial de la Eucaristía, porque la Santa Misa hace presente el sacrificio de la Cruz.

En cada Misa celebrada, el único y definitivo sacrificio redentor de Cristo en la Cruz se actualiza siempre en el tiempo. La Eucaristía es sacrificio en sentido propio. Si comprendiéramos plenamente lo que es la Misa, moriríamos de amor.

Finalmente, la Eucaristía es Sacramento de la Caridad. Como hemos visto, en la Última Cena el Señor Jesús nos dejó el mandamiento nuevo del amor, y éste sólo puede ser vivido si permanecemos unidos a Cristo en la Eucaristía, porque, “cuando nos alimentamos con fe de su Cuerpo y de su Sangre, su Amor pasa a nosotros y nos capacita para dar, también nosotros, la vida por nuestros hermanos (ver 1 Jn 3, 16) y no vivir para nosotros mismos. De aquí brota la alegría cristiana, la alegría del amor y de ser amados”.[3]

¡Qué momentos más emocionantes se vivieron en el Cenáculo de Jerusalén! Sin duda fueron momentos de profunda intimidad y comunión, momentos de amistad y amor. Dios nos conceda poder vivir así cada una de nuestras celebraciones eucarísticas, en un clima de encuentro, de comunión, de amistad, de amor con el Señor Jesús, y entre nosotros.

Que el Señor los bendiga y nos conceda un Santo Triduo Pascual lleno de bendiciones, especialmente con el fin de las lluvias devastadoras y de las inundaciones. Amén.

San Miguel de Piura, 06 de abril de 2023
Misa Vespertina de la Cena del Señor

[1] San Juan Pablo II, Carta Encíclica Redemptor hominis, n. 10.

[2] S.S. Francisco, Mensaje a los participantes del 33 Festival Internacional de los Jóvenes 05-VIII-2022.

[3] S.S. Benedicto XVI, Angelus, 18-III-2007.

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