HOMILÍA DEL ARZOBISPO METROPOLITANO EN EL IV DOMINGO DE CUARESMA 2024
“Hagamos brillar la Luz de Cristo”
IV Domingo de Cuaresma o de Laetare
Seguimos avanzando en el camino cuaresmal hacia la Luz de la Pascua, y lo hacemos acompañando a nuestros queridos catecúmenos, quienes hoy hacen su segundo escrutinio.
Este IV Domingo de Cuaresma, también es conocido como el “Domingo de Laetare” o “Domingo de la Alegría” en medio de la penitencia. Es como un descanso de gracia en medio del gran retiro espiritual y penitencial de la Cuaresma. “Laetare” quiere decir “alegraos”. ¿Y cuál es el motivo para estar alegres? Pues no es otro, sino que, la gran fiesta de la Pascua está cada vez más cerca.
Para expresar esta “alegría”, la liturgia de la Iglesia cambia sólo por hoy el morado de sus vestiduras litúrgicas, por el color rosado. Como afirma el Papa Francisco, la alegría es la respiración del cristiano, es el modo de expresarse y de vivir de un cristiano. Un cristiano que no es alegre en el corazón, y en su acción, no es un buen cristiano. La alegría, es uno de los doce frutos del Espíritu Santo (ver Gal 5, 22-23), es decir, una perfección que forma en nosotros la Tercera Persona de la Santísima Trnidad como primicia de la gloria eterna.[1] La alegría cristiana brota de la certeza de saberse amado por el Señor, y de la memoria agradecida de todo lo que Él ha hecho y hace permanentemente por nosotros.
Por eso la alegría no falla, ni menos aún, desaparece en las pruebas, sufrimientos, y dolores de la vida. Gracias a ella, el cristiano tiene siempre paz en su corazón, inclusive en las horas más oscuras. Me atrevería a decir que, la alegría cristiana es el corazón de la virtud teologal de la esperanza. Hoy preguntémonos: ¿Soy un cristiano alegre en todo momento?
La verdadera ceguera es el pecado
La Liturgia de la Palabra nos presenta el impresionante milagro, de la curación de un ciego de nacimiento (ver Jn 9, 1-41), realizado por el Señor Jesús. Impresionante, porque nunca se había visto y oído que alguien realizara un milagro semejante (ver Jn 9, 32). El milagro es narrado por San Juan en apenas dos versículos (ver Jn 9, 6-7), porque la intención del evangelista es mostrarnos que la verdadera ceguera es el pecado, que no les permite a los fariseos y a los padres del ciego, abrirse al don de la fe, y reconocer a Cristo como la “Luz del mundo”.
En efecto, en todo el extenso y dramático relato de la curación del ciego de nacimiento, van entrelazada la ceguera con el pecado. Jesús claramente niega que haya una relación entre la ceguera física y el pecado: “Y le preguntaron sus discípulos: Rabbí, ¿quién pecó, él o sus padres, para que haya nacido ciego? Respondió Jesús: Ni él pecó ni sus padres; es para que se manifiesten en él las obras de Dios” (Jn 9, 2-3). Pero sí hay una relación entre el pecado y la ceguera espiritual, aquella que impide descubrir y confesar la verdadera identidad de Jesús.
La máxima expresión de esta ceguera es llamar pecador a Jesús, cuando en verdad es “el Santo de Dios” (Jn 6, 69). A este extremo llegan los fariseos, quienes son los verdaderos ciegos de nuestra historia, que declaran: “Nosotros sabemos que ese hombre es un pecador” (Jn 9, 24). La recuperación de la vista física del ciego de nacimiento es un signo de la vista espiritual, cuya expresión es la fe en Cristo. Por eso en nuestra oración debemos pedir, siempre con humildad, no perder el don de la fe, y más bien rogar que éste nos sea aumentado (ver Lc 17, 5).
Desear la Luz de la fe en Cristo
A diferencia de los fariseos, el ciego de nacimiento pasa de las tinieblas a la luz. No sólo de la oscuridad de la ceguera a la luz física, sino a la luz de la fe en Cristo, narradas con notable belleza en el diálogo final con el cual concluye el relato de nuestro Evangelio dominical: “Jesús se enteró de que le habían echado fuera y, encontrándose con él, le dijo: ¿Tú crees en el Hijo del hombre? Él respondió: ¿Y quién es, Señor, para que crea en Él? Jesús le dijo: Le has visto; el que está hablando contigo, ése es. Él entonces dijo: Creo, Señor. Y se postró ante Él (le adoró)” (Jn 9, 35-38).
En la confesión de fe del ciego se encuentra un reconocimiento a la verdadera identidad de Jesús, como Dios y hombre verdadero. El ciego ve, con la vista física que ha recuperado, a un hombre delante de él, pero confiesa a Dios con el don de la fe: “Creo, Señor”. Y se postró ante Él (le adoró)”. Es una hermosa profesión de fe en la divinidad de Cristo, porque los judíos tenían por precisa y rigurosa esta ley: “Sólo al Señor tu Dios adorarás, y sólo a Él darás culto” (Mt 4, 10; Dt 6, 13).
Al ciego de nacimiento se le habían abierto también los ojos del corazón por medio del don de la fe, que le permiten ver a Jesús como la “Luz del mundo”: “Yo soy la Luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8, 12).
El relato de la curación del ciego de nacimiento nos debe animar a desear la Luz de la fe en Cristo, porque en nuestra vida cotidiana no debemos decidir sólo a partir de las apariencias humanas, de los elementos externos y superficiales, de las ideologías, de los antivalores mundanos, y de los factores económicos. Más bien, debemos dejar que los criterios evangélicos iluminen en profundidad nuestra vida y decisiones, tal como lo hacía Santa María (ver Lc 2, 19).
La fe nos permite vernos, a nosotros mismos y a la realidad, con los ojos de Dios, es decir, con la luz de la Verdad, y ¡Jesús es la Verdad! (ver Jn 14, 6). Acoger la “Luz de Cristo”, supone abandonar las oscuridades de la mentira, del orgullo, de la soberbia, de los prejuicios, y de los intereses egoístas, sean estos personales o de grupo. Acoger la “Luz de Cristo”, supone abrazar la Verdad del Evangelio, y dejar que ella transforme nuestros pensamientos, sentimientos, y acciones, para así ser portadores de un rayo de la “Luz de Cristo” en medio del mundo de hoy, tan ensombrecido por la mentira y el egoísmo.
El Bautismo, dar testimonio de Cristo, y hacer brillar su Luz
Quisiera concluir esta homilía con tres consideraciones finales.
La primera: El milagro acontece cuando después de untar barro en los ojos del ciego de nacimiento, éste obedientemente va a lavarse a la piscina de Siloé, que significa “Enviado” (ver Jn 9, 6-7). El barro alude a nuestra creación, y el lavarse, a la necesidad del Bautismo, porque el ser humano pecó, y al pecar cayó en muerte y en tinieblas.
El Santo Bautismo que hemos recibido, y que nuestros hermanos catecúmenos recibirán en la Vigilia Pascual, es lavarse en el misterio pascual de Jesús, y así pasar de las tinieblas a la luz, del pecado a la gracia, y de la muerte a la vida. Una vez más, les pido a los padres de familia que bauticen a sus hijos cuanto antes, durante el primer mes de su nacimiento, y a que no dilaten este sacramento por mucho tiempo, e incluso años, en sus vidas. El Bautismo es necesario para la salvación (ver Jn 3, 5). Por eso el Señor Jesús envío a sus discípulos a anunciar el Evangelio y a bautizar a todas las naciones (ver Mt 28, 19-20). La Iglesia no conoce otro medio que el Bautismo para asegurar la entrada en la bienaventuranza eterna.[2]
En segundo lugar, conmueve el valor con el cual el ciego de nacimiento, después de ser curado, da testimonio de Cristo como “Luz del mundo”. Solo, sin el apoyo de nadie, se enfrenta al qué dirán de las personas: “¿No es éste el que se sentaba para mendigar?” (Jn 9, 8). Solo, se enfrenta a la maldad de los fariseos que lo acosan, desacreditan, dudando incluso que haya estado ciego (ver Jn 9, 18), llenándolo de injurias lo llaman pecador, y finalmente lo expulsan (Jn 9, 34).
En el colmo, sus propios padres lo abandonan por miedo a las represalias de los fariseos, y a manera de excusa para no comprometerse dicen: “Edad tiene; preguntádselo a él” (Jn 9, 23).
Pero a pesar de todo, y de todos, el ciego de nacimiento no deja de dar valiente testimonio de Jesús: “Ese hombre que se llama Jesús, hizo barro, me untó los ojos y me dijo: Vete a Siloé y lávate. Yo fui, me lavé y vi…Entonces le dicen otra vez al ciego: ¿Y tú qué dices de Él, ya que te ha abierto los ojos? El respondió: Que es un profeta…Jamás se ha oído decir que alguien haya abierto los ojos de un ciego de nacimiento. Si éste no viniera de Dios, no podría hacer nada” (Jn 9, 11.17.32-33). Así como él, nosotros también estamos llamados a dar valiente testimonio de Cristo, Luz del mundo, a pesar de las oposiciones, calumnias, y persecuciones.
Finalmente, San Pablo nos ha dicho hoy en la segunda lectura que, “en otro tiempo fuisteis tinieblas; más ahora sois luz en el Señor” (Ef 5, 8). A su vez Jesús nos dirá en el Evangelio: “Ustedes son la luz del mundo” (Ver Mt 5, 13-16). Por tanto, el deber de los cristianos, nuestro deber, no consiste únicamente en acoger la luz de la fe en nuestra vida personal, sino en llevar la Verdad del Evangelio a todas las gentes, e informar con ella las realidades temporales, es decir, iluminar la cultura, las estructuras sociales, políticas, económicas, artísticas, profesionales, etc.
Confiemos a la Virgen María nuestro camino cuaresmal, para que nosotros, como el ciego de nacimiento, podamos, con la gracia de Cristo, venir a la Luz, y así renacer a una vida más santa.
San Miguel de Piura, 10 de marzo de 2024
IV Domingo de Cuaresma o de Laetare
[1] Ver Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1832.
[2] Ver Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1257-1261.
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