LA EUCARISTÍA Y LA FAMILIA
Monseñor José Antonio Eguren Anselmi
Arzobispo Metropolitano de Piura
Presidente de la Comisión Episcopal de Familia, Infancia y Vida
Eminentísimo Señor Cardenal Tarcisio Bertone, Secretario de Estado de la Santa Sede;
Eminentísimo Señor Cardenal Carlos Amigo Vallejo, Arzobispo de Sevilla;
Eminentísimo Señor Cardenal Juan Luis Cipriani Thorne, Arzobispo de Lima y Primado del Perú;
Excelentísimo Monseñor Rino Passigato, Nuncio Apostólico de Su Santidad en el Perú;
Excelentísmo Monseñor Ángel Francisco Simón Piorno, Obispo de Chimbote;
Excelentísmo Monseñor Ricardo Blázquez Pérez, Obispo de Bilbao y Presidente de la Conferencia Episcopal Española;
Excelentísmo Monseñor Miguel Cabrejos Vidarte, Arzobispo de Trujillo y Presidente de la Conferencia Episcopal Peruana;
Señores Arzobispos, Obispos, Presbíteros y Diáconos; Religiosas y Religiosos; Personas Consagradas; Queridos Seminaristas; y Hermanos todos en el Señor Jesús.
Es para mí una gran alegría encontrarme aquí en esta querida ciudad de Chimbote, participando en este Congreso Teológico, con ocasión del IX Congreso Eucarístico Nacional, compartiendo nuestra reflexión y nuestro amor sobre el bien más preciado de la Iglesia, la Santa Eucaristía. El sacramento del Cuerpo y de la Sangre del Señor Jesús "está en el centro de la vida eclesial"(1) y es "misterio de luz, gracias al cual se introduce al creyente en las profundidades de la vida divina"(2).
Quiera Dios que todo lo que podamos meditar en este Congreso pueda ayudarnos y ayudar a toda nuestra Iglesia en el Perú a unirnos más con el Señor Jesús, a amarlo con todas nuestras fuerzas y a vivir una existencia cristiana cada vez más "eucarística", siguiendo el ejemplo de María, la "Mujer eucarística" por excelencia(3).
Se me ha pedido una profundización en el tema "La Eucaristía y la familia". Puesto ante la alternativa de elegir lo que había de tratar en esta ocasión, sobre un asunto de tanta relevancia, consideré que la cuestión podría tocarse desde una doble perspectiva. Por una parte, está todo lo que la Eucaristía pueda "decirle" a la familia. Por otro lado, está todo lo que la familia pueda "beneficiarse" con el Magno Sacramento, toda vez que si la Iglesia vive de la Eucaristía(4), cuánto más la familia, ella misma "Iglesia doméstica".
Me ha parecido conveniente, además, recurrir a la fuente inagotable del Magisterio de nuestros dos últimos Pontífices. Así, me remitiré al querido y recordado Juan Pablo II, que con sus enseñanzas sobre la familia y sobre la Eucaristía ha ofrecido imprescindibles orientaciones para todo el Pueblo de Dios. Y tomaré en cuenta las luminosas enseñanzas del Santo Padre Benedicto XVI, quien en estos dos años de Pontificado, ha sabido poner de relieve la trascendental importancia de la Eucaristía en la vida cristiana, así como la urgencia de fortalecer y ayudar a la familia, tan amenazada en estos tiempos.
Si, como dice Juan Pablo II, la familia es el camino de la Iglesia(5), hoy en día, recogiendo las ideas de Benedicto XVI, hemos de decir que la Iglesia, que nos da a Cristo en la Eucaristía, es el camino de la familia. ¡Un camino maravilloso, porque nos conduce al Señor Jesús, que se hizo camino para nosotros y así nos sigue dando la Verdad y la Vida en su Cuerpo Sacramentado!
Trinidad y Eucaristía
En la Exhortación Apostólica postsinodal Sacramentum caritatis, el Papa Benedicto XVI nos ofrece una punto de partida muy sugerente al situar la realidad eucarística en el marco de la Santísima Trinidad. Dice así el Santo Padre:
"En la Eucaristía se revela el designio de amor que guía toda la historia de la salvación (cf. Ef 1, 10; 3, 8-11). En ella, el Deus Trinitas, que en sí mismo es amor (cf. 1 Jn 4, 7-8) se une plenamente a nuestra condición humana. En el pan y el vino, bajo cuya apariencia Cristo se nos entrega en la cena pascual (cf. Lc 22, 14-20; 1 cor 11, 23-26) nos llega toda la vida divina y se comparte con nosotros en la forma del sacramento. Dios es comunión perfecta de amor entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo (…) Pero es en Cristo muerto y resucitado, y en la efusión del Espíritu Santo que se nos da sin medida (cf. Jn 3, 34), donde nos convertimos en verdaderos partícipes de la intimidad divina. Jesucristo, pues, 'que en virtud del Espíritu eterno se ha ofrecido a Dios como sacrificio sin mancha' (Heb 9, 14) nos comunica la misma vida divina en el don eucarístico"(6).
Dios, nos dice la Escritura, es misterio de Amor y de comunión. La profundización de 1 Jn 4, 16 llevada a cabo por San Agustín, tan cercano a la mente y al corazón de Benedicto XVI, muestra con claridad que si Dios es Amor, entonces encontramos en su intimidad más profunda la presencia del que ama (= el Padre), el amado (= el Hijo) y el Amor mismo (= el Espíritu Santo)(7). Decir que Dios es Amor es señalar la realidad misma de la Trinidad.
Ahora bien, en Dios mismo el amor se vive como entrega permanente, que suscita la comunión. El Padre, origen sin origen, ama eternamente al Hijo y se entrega a él. A su vez, el Hijo, imagen perfecta del Padre, lo ama eternamente con amor de donación. Pero el Padre y el Hijo viven una comunión personalizante en el Espíritu Santo, que es el Don permanente del Uno al otro, y que en el "nosotros" trinitario mantiene la unidad. En una obra pequeña en extensión (El Dios de Jesucristo), pero grande en densidad teológica, el entonces Cardenal Joseph Ratzinger, refiriéndose al misterio de Dios Uno y Trino, señalaba:
"El Padre y el Hijo no se unen de tal forma que se disuelvan el uno en el otro. Continúan correspondiéndose, pues el amor se funda en la correspondencia que no se elimina. Si ambos permanecen cada cual él mismo y no se eliminan mutuamente, entonces su unidad tampoco puede estar en cada uno de ellos, sino en la fecundidad en que cada uno se da y es él mismo. Son uno merced a que su amor es fecundo, merced a que los rebasa a ambos. En el tercero, en el que se dan a sí mismos en el don, son cada cual él mismo y son uno"(8).
¿Qué tratamos de decir con todo esto? Simplemente, que en Dios hay personas porque su realidad más profunda se vive en entrega permanente. Podemos afirmar que las personas divinas surgen de la relación de entrega de los unos a los otros, del mutuo donarse en el amor. Y esto que constatamos en la Trinidad "ad intra", lo vemos plasmado en la historia de la salvación. Toda ella es misterio de entrega constante que se da para beneficio del ser humano. El Padre nos ha entregado a su Hijo, de modo tal que todo el que vea al Hijo, pueda al mismo tiempo ver al Padre(9); Jesús se ha entregado a nosotros por amor para que podamos llegar a ser hijos de Dios(10). A su vez, el Padre y el Hijo entregan al Espíritu Santo para transformar los corazones de los hombres y así podamos participar de la filiación divina(11).
La entrega de Jesús para nuestra reconciliación es el sacramento de la Eucaristía. En este sacramento, el Señor mismo se da como alimento para ser así vida nuestra. En la Eucaristía, el Señor Jesús no solamente se entrega, sino que además se queda con nosotros y en nosotros, y de esa manera nos introduce en el misterio trinitario.
En efecto, recibir a Jesús en el sacramento de la Eucaristía y acogerlo en el propio corazón es también recibir al Padre, ya que "si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él"(12).
Comulgar implica participar de la comunión de amor entre el Padre y el Hijo, y por lo mismo, es recibir el Espíritu Santo, ya que "el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado"(13). Por todo esto, resulta muy cierto lo que afirma Benedicto XVI cuando, refiriéndose a la Eucaristía, dice: "El 'misterio de la fe' es misterio del amor trinitario, en el cual, por gracia, estamos llamados a participar"(14).
Trinidad, Familia y Eucaristía
Lo anterior puede llevar a preguntarnos qué tiene que ver la realidad trinitaria con la familia, y al mismo tiempo, qué relación podemos encontrar entre la Eucaristía y la familia. Quisiera responder a estas cuestiones a partir de una cita de San Pablo en la Carta a los Efesios, cita que el Santo Padre Juan Pablo II toma como leit motiv y como hilo orientador en su Carta a las familias del año 1994.
Dirigiéndose a la comunidad cristiana de Éfeso, San Pablo exclama: "Por lo cual, doblo mis rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra, para que os conceda, por la riqueza de su gloria, fortaleceros interiormente mediante la acción de su Espíritu; que Cristo habite por la fe en vuestros corazones…"(15).
Aún cuando puedan darse diversas versiones de este pasaje, los estudiosos están de acuerdo en traducir la palabra griega "patri" (patriá) por "familia", término que ya era utilizado por la Septuaginta para indicar raza o tribu(16). Por ello, un autorizado comentario nos precisa: Familia, "familia", no es paternidad o sentimiento paterno, sino estirpe, clan o familia. Sólo en Dios Padre está el origen y el principio de unidad de todo lo que existe. Si no hubiera un padre en el cielo, no existiría ni la familia angélica en el cielo ni la familia humana en la tierra"(17).
El documento de Puebla nos recuerda que Dios es una familia(18) y por ello en Dios encontramos el fundamento de toda familia, y por tanto, de toda paternidad y maternidad. Leyendo el texto de Efesios citado anteriormente, junto con el conocido pasaje de Gen 1, 26-28 en que Dios, creando al ser humano a su imagen y semejanza, los crea como varón y mujer, el Papa Juan Pablo II precisa: "A la luz del Nuevo Testamento es posible descubrir que el modelo originario de la familia hay que buscarlo en Dios mismo, en el misterio trinitario de su vida"(19). Y abundando sobre esta cuestión, nos dice: "El 'Nosotros' divino constituye el modelo eterno del 'nosotros' humano; ante todo, de aquel 'nosotros' que está formado por el hombre y la mujer, creados a imagen y semejanza divina"(20).
La familia, pues, aparece, análogamente entendida, como una concreción de la realidad trinitaria. En la familia, la paternidad y la maternidad humanas hallan su fundamento en Dios mismo. Pero considero importante precisar que si bien es correcto decir que la maternidad se basa en la realidad de Dios, no es correcto deducir de allí que Dios es Madre o que hay maternidad-feminidad en Dios.
En su bello libro Jesús de Nazareth, el Papa Benedicto XVI ofrece una explicación que destaca por su profundidad y sencillez, y que me permito citar:
"Si en el lenguaje plasmado a partir de la corporeidad del hombre el amor de la madre aparece inscrito en la imagen de Dios, sin embargo es verdad que Dios nunca es calificado ni invocado como madre, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. 'Madre' en la Biblia es una imagen, pero no un título de Dios. ¿Por qué? (…) Naturalmente Dios no es ni varón ni mujer, sino más bien el Creador del varón y de la mujer. Las divinidades-madre que rodeaban al pueblo de Israel, como también a la Iglesia del Nuevo Testamento, mostraban una imagen de la relación entre Dios y el mundo decididamente antitética respecto de la imagen bíblica de Dios. Ellas (i.e. las divinidades-madre) incluían siempre y quizás inevitablemente concepciones panteísticas, en las cuales la diferencia entre Creador y criatura desaparecía. Partiendo de este presupuesto, el ser de las cosas y de los hombres aparece necesariamente como una emanación del seno materno del Ser que, entrando en la dimensión del tiempo, se concretiza en la multiplicidad de las realidades existentes. Al contrario, la imagen del padre era y es adecuada para expresar la alteridad entre Creador y criatura, la soberanía de su acto creativo. Sólo mediante la exclusión de las divinidades-madre el Antiguo Testamento podía llevar a su madurez su imagen de Dios, la pura trascendencia de Dios"(21).
Lo dicho, como es obvio, no pretende disminuir el valor de lo femenino ni de la maternidad. Antes bien, hay que destacar el inmenso valor de la maternidad, así como de la paternidad que, como ya hemos indicado, tienen una semejanza con Dios. La familia es el único ámbito social en que se expresa aquella doble realidad que se da eternamente en Dios: la paternidad y la filiación. En la familia, al igual que en la Trinidad, se vive el misterio de la comunión centrada en el amor. Finalmente, la familia, reflejando la dinámica propia de la Trinidad, debe ser un ámbito de personalización, en el que sus miembros, mediante la comunión y el amor, alcancen plenamente su dimensión de personas.
La vinculación entre Trinidad y familia que hemos establecido, nos invita a establecer ahora un vínculo entre Familia y Eucaristía, así como lo habíamos hecho ya entre Trinidad y Eucaristía. Ante todo, quisiera recordar que la Eucaristía, el sacramento del cuerpo y la Sangre del Señor Jesús, fue instituida durante una fiesta familiar, la pascua de Israel. Este detalle tiene un profundo significado que el Cardenal Joseph Ratzinger, hoy Benedicto XVI, explica de la siguiente manera en su libro El Camino Pascual:
"La Pascua judía era y sigue siendo una fiesta familiar. No se celebraba en el templo sino en la casa (…) También Jesús celebró la Pascua conformándose al espíritu de esta prescripción: en casa, con su familia, con los apóstoles, que se habían convertido en su nueva familia. Obrando de este modo, obedecía también a un precepto entonces vigente, según el cual los judíos que acudían a Jerusalén podían establecer asociaciones de peregrinos, llamadas chaburot, que por aquella noche constituían la casa y la familia de la Pascua. Y es así como la Pascua ha venido a ser también una fiesta de los cristianos. Nosotros somos la chaburah de Jesús, su familia, la que el fundó con sus compañeros de peregrinación, con los amigos que con él recorren el camino del Evangelio a través de la tierra y de la historia. Como compañeros suyos de peregrinación, nosotros somos su casa, y de esta suerte la Iglesia es la nueva familia y la nueva ciudad, que es para nosotros lo que fue Jerusalén, casa viviente que aleja las fuerzas del mal y lugar de paz que protege a la creación y a nosotros mismos"(22).
¡La Iglesia es la familia de Jesús! Esto nos invita a considerar la importancia que tiene la familia concreta, que se proyecta en la gran comunidad de todos los que creemos en Cristo. La denominación de la familia como "Iglesia doméstica" responde precisamente a estas ideas que tan bien expone el Cardenal Ratzinger, y nos llevan a pensar que en la familia, en cuanto "Iglesia doméstica" ha de vivirse de manera privilegiada el misterio eucarístico. Así como la Iglesia vive de la Eucaristía, como muy bien lo ha enseñado el Papa Juan Pablo II, podemos decir ahora: la famila vive de la Eucaristía. Por ello, redondeando las ideas anteriormente expuestas, el Cardenal Ratzinger no duda en subrayar la importancia que la familia tiene al presente, no sólo en lo religioso, sino también en el mantenimiento de la humanidad en cuanto tal:
"Esta fiesta (= la fiesta pascual) debería volver a ser hoy una fiesta de la familia, que es el auténtico dique puesto para defensa de la nación y de la humanidad. Quiera Dios que alcancemos a comprender de nuevo esta admonición, de suerte que renovemos la celebración de la familia como casa viviente, donde la humanidad crece y se vence el caos y la nada. Pero debemos añadir que la familia, este lugar de la humanidad, este abrigo de la criatura, únicamente puede subsistir cuando ella misma se halla puesta bajo el signo del Cordero, cuando es protegida por la fuerza de la fe y congregada por el amor de Jesucristo. La familia aislada no puede sobrevivir; se disuelve sin remedio si no se inserta en la gran familia, que le da estabilidad y firmeza"(23).
La historia de la salvación nos muestra cómo los "miembros" de la familia Trinitaria actúan en el momento del sacrificio pascual, realizando cada uno de ellos una determinada acción. Así, el Hijo vive la entrega sacrificial como donación personal, una entrega que nos ha obtenido la reconciliación(24). El Padre obra la salvación por medio del Hijo, "a quien entregó por todos nosotros"(25) y de esa manera expresa su amor, ya que "tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo Unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna"(26). El Espíritu Santo, que Jesús enviará de junto al Padre(27) se hace presente en el momento de la muerte de Jesús(28) para transformar a la humanidad, y llevar el don de la reconciliación obtenido por el Hijo a todos los hombres de todos los tiempos.
Ahora bien, en la Eucaristía, sacramento que actualiza (= anámnesis) el misterio pascual, encontramos también la presencia y acción conjunta de las tres personas de la familia Trinitaria. Al Padre se le dirige toda nuestra oración y el sacrificio eucarístico, ya que de Él procede toda salvación, por eso le decimos: "Padre misericordioso, te pedimos humildemente (…) que aceptes y bendigas estos dones, este sacrificio santo y puro que te ofrecemos…"(29). El Señor Jesús, mediante las palabras de consagración pronunciadas por el sacerdote, se hace presente realmente en el altar y continúa entregándose como alimento que da la vida eterna: "Tomad y comed todos de él, porque esto es mi cuerpo, que será entregado por vosotros". "Tomad y bebed todos de él, porque éste es el cáliz de mi sangre, sangre de la alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados". El Espíritu Santo se hace presente mediante la invocación o epíclesis(30), dirigida al Padre, y por el poder del Espíritu los dones de pan y vino se convierten en Cuerpo y Sangre de Jesús: "Por eso, Padre, te suplicamos que santifiques por el mismo Espíritu estos dones que hemos separado para ti, de manera que sean Cuerpo y Sangre de Jesucristo…"(31).
La familia humana está invitada a participar de manera activa en la Eucaristía, y al hacerlo, refuerza su identidad como miembros particulares y como comunidad familiar. En el contacto con la Eucaristía, los padres humanos descubren el maravilloso don de la paternidad/maternidad tomando contacto con Dios Padre, que les muestra su vocación de ser "colaboradores de Dios creador en la concepción y generación de un nuevo ser humano", como enseña muy bien el Papa Juan Pablo II, recordando además que "en la paternidad y maternidad humanas Dios mismo está presente"(32). Los hijos (¡todos, absolutamente todos, somos hijos!) están invitados a reforzar su identidad en el Hijo, haciendo suyas las actitudes de obediencia, amor filial y servicio que a lo largo de su vida terrena mostró el Señor Jesús, Hijo de Dios y también, hijo de María y de José.
Y tanto los padres como los hijos, y en general todos los miembros de la familia han de vivir el amor, que como don de Dios viene del Espíritu Santo: «porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado»(33).
En su Exhortación Apostólica postsinodal Sacramentum caritatis, el Papa Benedicto XVI, dirigiéndose a los laicos en general, y a las familias en particular, dice:
"Han de cultivar (los laicos) el deseo de que la Eucaristía influya cada vez más profundamente en su vida cotidiana, convirtiéndolos en testigos visibles en su propio ambiente de trabajo y en toda la sociedad. Animo de modo particular a las familias para que este Sacramento sea fuente de fuerza e inspiración. El amor entre el hombre y la mujer, la acogida de la vida y la tarea educativa se revelan como ámbitos privilegiados en los que la Eucaristía puede mostrar su capacidad de transformar la existencia y llenarla de sentido"(34).
Concreciones y aplicaciones pastorales
Recogiendo las palabras de Su Santidad Benedicto XVI, acerca de que la Eucaristía sea no sólo fuerza, sino también inspiración para las familias, quisiera proponer algunas ideas prácticas, a modo de concreciones y aplicaciones pastorales que puedan ayudar a vivir la experiencia eucarística de modo más provechoso a las familias que conforman nuestras iglesias.
Para ello, me apoyo en las dimensiones de la Eucaristía que la tradición teológica ha destacado, y que actualmente nos vuelven a recordar Juan Pablo II y Benedicto XVI. Me refiero a la eucaristía como sacrificio, a la eucaristía como presencia y a la eucaristía como comunión.
a) Eucaristía-sacrificio:
Como es sabido, la eucaristía es el sacramento que conmemora, actualiza el sacrificio del Señor Jesús en la cruz. En la eucaristía celebramos la entrega de Jesucristo para nuestra salvación y reconciliación, y su triunfo sobre la muerte y el pecado. Pues bien, esto constituye una invitación a nuestras familias -y a todos nosotros- para ver en el sacramento del cuerpo y la Sangre del Señor una escuela en la que pueda aprenderse lo que significa entrega y sacrificio. A vivir la vocación matrimonial y la vida en familia en dinámica de donación, en dinámica de amor cristiano: el único y verdadero amor. La eucaristía, en lo que re-presenta (= hace presente, e.d. memorial o anámnesis) educa en el morir a sí mismo para que los demás tengan vida, así como hizo Jesús.
Los padres de familia, participando de la Eucaristía, hacen suyos no sólo los sentimientos de Jesús, sino también los de Dios Padre, que, como enseña San Pablo "no perdonó a su propio Hijo, antes bien, lo entregó por todos nosotros"(35).
Los padres, haciendo suya esta actitud de Dios, deben estar dispuestos a la entrega de sus hijos, si el Señor los llama a una vocación de plena disponibilidad, sea en el sacerdocio ministerial, sea en la vida consagrada.
Resulta fácil constatar que las familias que participan consciente y frecuentemente de la Eucaristía son semilleros de vocaciones, y los padres no tiene mayor problema en alentar y facilitar a sus hijos a responder positivamente a la vocación que éstos descubren en sus vidas.
Lamentablemente, es también fácil constatar que las mayores oposiciones y rechazo a la vocación de los hijos están en aquellos padres que tienen una escasa o nula participación eucarística, o que no viven hasta el fondo la dinámica que el sacramento del cuerpo y Sangre del Señor nos plantea. La entrega del Hijo por parte de Dios Padre fue un acto de amor. También los padres de familia, espejos ellos mismos de Dios, de quien brota toda paternidad y maternidad, están llamados a vivir este amor donal.
Jesús, Hijo de Dios y de Santa María, vivió su entrega sacrificial como un acto de obediencia: «se despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz»(36). Los hijos, unidos a Jesús-Eucaristía, aprenden la obediencia como actitud fundamental. No sólo la obediencia a Dios, sino también la obediencia a los padres. Tal obediencia se expresa de muchos modos, pero particularmente en la honra debida a los progenitores. Al respecto, Juan Pablo II, dirigiéndose a los hijos, señala:
"Honra a tu padre y a tu madre, para que ellos sean para ti, en cierto modo los representantes de Dios, quienes te han dado la vida y te han introducido en la existencia humana (…) Después de Dios son ellos tus primeros bienhechores. Si Dios es el único Bueno, más aún, el Bien mismo, los padres participan singularmente de esta bondad suprema. Por tanto: ¡honra a tus padres! Hay aquí una cierta analogía con el culto debido a Dios"(37).
En un tiempo como el nuestro, en que la pérdida del respeto a la autoridad es algo común, resaltar la obediencia como un valor, y el respeto y obediencia debidos a los padres, aparecen como un aporte para humanizar la sociedad y el mundo. La Eucaristía nos recuerda que la obediencia es camino de realización, y que obedeciendo Jesús dio a su Padre la honra más grande posible, aquella del cumplimiento de su Divino Plan.
b) Eucaristía-presencia:
Mediante su sacramento, el Señor Jesús ha querido quedarse con nosotros, no de manera simbólica o imaginativa, sino de un modo plenamente real. Nos dice Juan Pablo II que: "La representación sacramental en la Santa Misa del sacrificio de Cristo, coronado por su resurrección, implica una presencia muy especial que -citando las palabras de Pablo VI- 'se llama real, no por exclusión, como si las otras (presencias) no fueran reales, sino por antonomasia, porque es sustancial, ya que por ella ciertamente se hace presente Cristo, Dios y hombre, entero e íntegro'…"(38). Pues bien, esto constituye una invitación a las familias para que, así como Jesús en su sacramento se queda con nosotros, ellas también se "queden", permanezcan con el Señor Jesús en su sacramento. La familia está invitada a un encuentro plenificante con Jesús-Eucaristía. Pienso que a las familias se les puede -y se les debe- aplicar lo que plantea la Conferencia de Aparecida, celebrada recientemente:
"La Eucaristía es el lugar privilegiado del encuentro del discípulo con Jesucristo. Con este sacramento, Jesús nos atrae hacia sí y nos hace entrar en su dinamismo hacia Dios y hacia el prójimo (…) En cada Eucaristía los cristianos celebran y asumen el misterio pascual, participando en él. Por tanto, los fieles deben vivir su fe en la centralidad del misterio pascual de Cristo a través de la Eucaristía, de modo que toda su vida sea cada vez más vida eucarística"(39).
El "quedarse" o "permanecer" con Jesús en la Eucaristía adquiere una forma muy concreta y necesaria en el precepto de asistir a la celebración de la Santa Misa los domingos y fiestas de guardar. En este campo, la familia está llamada a ser educadora y testigo. Los miembros de la familia deben educarse mutuamente a la participación ineludible de la misa dominical, y deben al mismo tiempo ser apostólico testimonio para otras familias de esta práctica, haciendo suya aquella expresión atribuida a los mártires de África del Norte que desafiaron la prohibición romana de celebrar la misa dominical: "Sine dominico non possumus", esto es, "sin el sacramento dominical no podemos vivir"(40). Resulta, pues, completamente acertado lo que nos dice al respecto la Conferencia de Aparecida:
"Se entiende, así, la gran importancia del precepto dominical, del 'vivir según el domingo' como una necesidad interior del creyente, de la familia cristiana, de la comunidad parroquial. Sin una participación activa en la eucaristía dominical y en las fiestas de precepto, no habrá un discípulo misionero maduro. Cada gran reforma en la Iglesia está vinculada al redescubrimiento de la fe en la Eucaristía. Es importante, por esto, promover la "pastoral del domingo" y darle "prioridad en los programas pastorales", para un nuevo impulso en la evangelización del pueblo de Dios en el continente latinoamericano"(41).
c) Eucaristía-comunión:
En el sacramento eucarístico, el Señor Jesús nos da su Cuerpo como alimento, pero al mismo tiempo nos une a Él, nos hace partícipes de su propia humanidad glorificada. Y así, al unirnos a Su cuerpo, nos hacemos miembros los unos de los otros. San Pablo describe esta misteriosa comunión de la siguiente manera: «La copa de bendición que bendecimos ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan»(42). Somos uno en Jesús al ser miembros de su Cuerpo, viviendo el misterio de la unión en común (= común + unión) mediante el amor.
Para la familia, la Eucaristía es una escuela en que a través de actitudes de sacrificio, de donación generosa y oblativa, de obediencia y de encuentro con el Señor Jesús, se alcanza la comunión de los miembros entre sí, formando una unidad. Así como la Iglesia es comunión, así también la familia debe ser comunión de personas por medio del amor. Cuando la familia vive esta realidad, se convierte en aquella "Iglesia doméstica" que debe ser como una meta que oriente los esfuerzos de cada familia particular. La Conferencia de Puebla, celebrada en 1979, expone con claridad todo esto que venimos diciendo:
«En la Eucaristía la familia encuentra su plenitud de comunión y participación. Se prepara por el deseo y la búsqueda del Reino, purificando el alma de todo lo que aparta de Dios. En actitud oferente, ejerce el sacerdocio común y participa de la Eucaristía para prolongarla en la vida por el diálogo en que comparte la palabra, las inquietudes, los planes, profundizando así la comunión familiar. Vivir la Eucaristía es reconocer y compartir los dones que por Cristo recibimos del Espíritu Santo. Es aceptar la acogida que nos brindan los demás y dejarlos entrar en nosotros mismos. Vuelve a surgir el espíritu de la Alianza: es dejar que Dios entre en nuestra vida y se sirva de ella según su voluntad. Aparece, entonces, en el centro de la vida familiar la imagen fuerte y suave de Cristo, muerto y resucitado»(43).
La comunión que ha de vivirse en las familias se halla amenazada hoy en día. No se puede dejar de considerar el divorcio como un gravísimo atentado, no sólo a la unidad de los esposos, sino también a la comunión formada por los padres y los hijos. Pero toda actitud basada en el egoísmo y que lleva a la cerrazón y va en desmedro de la comunión familiar (piénsese por ejemplo en el adulterio, en el abandono familiar, en el olvido de los padres por parte de los hijos) constituye un rechazo del amor y debilita tanto a la Iglesia como a la misma sociedad humana. Hay que tener presente que la Civilización del Amor, en cuya construcción todos los miembros del Pueblo de Dios hemos de estar empeñados, encuentra en la familia un punto fundamental. Juan Pablo II lo recordaba enfáticamente:
"Si el primer 'camino de la Iglesia' es la familia, conviene añadir que lo es también la civilización del amor, pues la Iglesia camina por el mundo y llama a seguir este camino a las familias y a las otras instituciones sociales, nacionales e internacionales, precisamente en función de las familias y por medio de ellas. En efecto, la familia depende por muchos motivos de la civilización del amor, en la cual encuentra las razones de su ser como tal. Y al mismo tiempo, la familia es el centro y el corazón de la civilización del amor"(44).
Conclusión
Como la Trinidad, la familia es misterio de Amor y comunión. En el rápido recorrido realizado, hemos podido recordar que la familia es también imagen de Dios Trinidad, y la vivencia de la comunión de personas que ha de darse en la familia encuentra su fundamento y su modelo pleno en la comunión de personas trinitaria. Ahora bien, este misterio de Amor y de comunión que se vive perfectamente en Dios, y que la familia debe alcanzar se ha hecho "visible" -si cabe la expresión- en el sacramento de la Eucaristía. Para nuestras familias, la Eucaristía viene a ser como una "puerta" que nos permite avizorar el misterio del amor Trinitario vivido como comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Y al mismo tiempo, la Eucaristía es también el "medio" que introduce a la familia en tan maravillosa realidad y la ayuda a plasmarla en su propia experiencia.
María, la "Mujer Eucarística" por excelencia(45), es maestra incomparable de las familias. Ella, de una manera única e inimaginable, fue verdadero "Templo" de la Santísima Trinidad cuando el Verbo de Dios se hizo hombre en su seno purísimo por una acción especialísima del Espíritu Santo en su persona. Ella vivió una vida de familia, cuyo centro era el mismo que hoy se nos da como Eucaristía.
De modo extraordinario, Ella vivió la dimensión sacrificial de la existencia asociada a su Hijo al pie de la cruz(46). Su vida en Nazareth fue de constante presencia ante Jesús, comprendiéndolo y amándolo cada vez más y aceptando permanentemente el Plan de Dios para su propia vida.
Ella, Madre de Jesús y nuestra, a quien consagraremos próximamente el Perú, sabrá proteger a todas las familias que conforman la Iglesia, y llevarlas a un encuentro cada vez más pleno con Jesús-Eucaristía.
Muchas gracias.
Notas
1. S.S. Juan Pablo II. Carta Encíclica Ecclesia de Eucharistia (2003), n. 3.
2. S.S. Juan Pablo II. Carta Apostólica Mane nobiscum Domine (2004), n. 11.
3. Ver S.S. Juan Pablo II. Carta Encíclica Ecclesia de Eucharistia (2003), n. 53 ss.
4. Ver S.S. Juan Pablo II. Carta Encíclica Ecclesia de Eucharistia (2003), n. 1.
5. Ver S.S. Juan Pablo II. Carta a las familias (1994), n. 2. Encontramos allí textualmente: "Siguiendo a Cristo, venido al mundo para servir (Mt 20, 28), la Iglesia considera el servicio a las familias una de sus tareas esenciales. En este sentido, tanto el hombre como la familia constituyen 'el camino de la Iglesia'…".
6. S.S. Benedicto XVI. Exhortación Apostólica Postsinodal Sacramentum caritatis (2007), n. 8.
7. Ver San Agustín de Hipona. La Trinidad. VIII, 10, 14; PL 42, 960: "¿Qué es la dilección o caridad, tan ensalzada en las Escrituras divinas, sino el amor del bien? Más el amor supone un amante y un objeto que se ama con amor. He aquí, pues, tres realidades: el que ama, lo que se ama y el amor". En: Obras Completas de San Agustín. Dir. por la Federación Agustiniana Española. Vol. V. Madrid; B.A.C. 1985, pp. 454-455.
8. Joseph Ratzinger. El Dios de Jesucristo. Salamanca; Sígueme 1985, pp. 33-35.
9. Cfr. Jn 14, 9: "El que me ve a mí, ve al Padre".
10. Ver Gál 2, 20: "… el Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí". También Ef 1, 3-6: «Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo; por cuanto nos ha elegido en él antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor; eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia con la que nos agració en el Amado ».
11. Ver Jn 15, 26: «Cuando venga el Paráclito, que yo os enviaré de junto al Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí. ». Ver también Gál 4, 6: «La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre!».
14. S.S. Benedicto XVI. Exhortación apostólica postsinodal Sacramentum caritatis (2007), n. 8.
16. Es la traducción que adopta, por ejemplo, la Biblia de Jerusalén. Es también la manera cómo la lee el Papa Juan Pablo II en su Carta a las Familias.
17. Juan Leal S.I. "Carta a los Efesios. Traducción y comentario". En: La Sagrada Escritura. Texto y comentario por los profesores de la Compañía de Jesús. Nuevo Testamento. Tomo II. Hechos de los Apóstoles y Cartas de San Pablo. Madrid; B.A.C. 1962, p. 700.
18. " … Dios, en su misterio más íntimo, no es una soledad, sino una familia". Puebla, n. 582. El documento cita a Juan Pablo II en su Homilía en Puebla, AAS LXXI, p. 184.
19. S.S. Juan Pablo II. Carta a las familias (1994), n. 6.
21. Joseph Ratzinger/Benedicto XVI. Gesù di Nazaret. Bergamo; Rizzoli 2007, p. 170 (traducción propia).
22. Joseph Ratzinger. El camino pascual. Ejercicios espirituales dados en el Vaticano en presencia de S.S. Juan Pablo II. Madrid; B.A.C. 1990, pp. 107-108.
24. Col 1, 21-22: «Y a vosotros, que en otro tiempo fuisteis extraños y enemigos, por vuestros pensamientos y malas obras, os ha reconciliado ahora, por medio de la muerte en su cuerpo de carne, para presentaros santos, inmaculados e irreprensibles delante de El».
28. Ver Jn 19, 30. El significado de la frase "E inclinando la cabeza entregó el espíritu", es explicado en sentido pneumatológico por Ignace de la Potterie en su libro La Pasión de Jesús según San Juan. Texto y espíritu. Madrid; B.A.C. 2007, pp. 127-129.
29. Plegaria Eucarística I o Canon Romano
30. Ver Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1353: En la epíclesis la Iglesia pide al Padre que envíe su Espíritu Santo (o el poder de su bendición, Cf. MR, canon romano, 90) sobre el pan y el vino, para que se conviertan, por su poder, en el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo, y que quienes toman parte en la Eucaristía sean un solo cuerpo y un solo espíritu…".
32. S.S. Juan Pablo II. Carta a las familias (1994), n. 9.
34. S.S. Benedicto XVI. Exhortación apostólica postsinodal Sacramentum caritatis (2007), n. 79.
37. S.S. Juan Pablo II. Carta a las familias (1994), n. 15.
38. S.S. Juan Pablo II. Carta Encíclica ecclesia de Eucharistia (2003), n. 15. La cita de Pablo VI es de la Encíclica Mysterium fidei (1965).
39. Documento de Aparecida, n. 251.
40. Ver S.S. Benedicto XVI. Exhortación Apostólica postsinodal Sacramentum caritatis (2007), n. 95.
41. Documento de Aparecida, n. 252.
43. Documento de Puebla, n. 588.
44. S.S. Juan Pablo II. Carta a las familias (1994), n. 13.
45. Ver S.S. Juan Pablo II. Carta Encíclica Ecclesia de Eucharistia (2003), n. 53.