«YA ESTÁ CERCA EL SEÑOR»
I DOMINGO DE ADVIENTO
03 de diciembre de 2023 (Oficina de Prensa).- Hoy celebramos el I Domingo del Tiempo de Adviento, y nuestro Arzobispo Metropolitano, Monseñor José Antonio Eguren Anselmi S.C.V., nos entrega una Reflexión Dominical en la que nos recuerda que: «El Adviento nos impulsa a volver a Dios-Amor para en Él reencontrarnos con la verdad de nosotros mismos, de los demás, y de la creación entera que el Señor nos ha confiado y puesto a nuestro cuidado».
A continuación, les ofrecemos la Reflexión Dominical preparada por Monseñor Eguren para hoy:
“Ya está cerca el Señor”
I Domingo de Adviento
Comenzamos a celebrar el tiempo del Adviento, tiempo litúrgico que nos prepara para acoger al Señor Jesús, el Reconciliador que viene a nosotros. ¿Cómo debemos prepararnos? De dos maneras: Llevando una vida sin mancha de pecado, es decir, una vida de santidad; y trabajando por extender Su Reino, aquel que inauguró con su primera venida, para que, de esta manera, cuando Él vuelva al final de la Historia, encuentre un mundo más conforme y maduro al designio divino del Padre. Ésta es la forma adecuada de poner en práctica el pedido del Señor en el Evangelio de hoy: ¡Velad! (ver Mc 13, 37).
El tiempo de Adviento nos pone entonces en actitud de expectación frente a un bien eterno que anhelamos los discípulos del Señor Jesús: Su venida definitiva al final de los tiempos. Esta actitud es esencial en la vida de la Iglesia, y de los cristianos, pues vivimos entre la tensión de Cristo, quien ya vino en el misterio de su Encarnación-Nacimiento, y Cristo, quien está aún por venir en la parusía, a juzgar a vivos y muertos.
Una triple expectativa
El tiempo del Adviento, es eminentemente un tiempo de expectativa, y por ello, de vigilante esperanza.
Por un lado, expectativa por celebrar la Navidad, y con ello conmemorar en la fe y en la liturgia, lo que fue la primera venida del Señor Jesús en la humildad de nuestra carne, “porque se ha manifestado la gracia salvadora de Dios a todos los hombres” (Tit 2, 11); y por el otro lado expectativa por lo que será la venida definitiva y gloriosa del Señor al final de los tiempos (ver 2 Tim 4, 1-5).
Pero entre la primera y la última venida del Señor, Cristo nos visita continuamente con el misterio de su gracia. En efecto, Jesús, viene a nuestras vidas continuamente en cada hombre, en cada acontecimiento, pero sobre todo en el misterio de la Eucaristía, donde su presencia es real por antonomasia porque es sustancial, ya que por el misterio eucarístico se hace presente Cristo, Dios y hombre, entero e íntegro en las especies eucarísticas.[1] De esta manera el Señor cumple con la promesa que nos hiciera: “He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20). Esta triple dimensión de la expectación cristiana evidencia nuestro anhelo de salvación plena.
¡Ven, Señor Jesús!
Frente a las fuerzas del mal y del pecado que aún vemos actuar con dureza en el mundo, el Adviento nos dice: “Ánimo, Cristo ya vino, y en su primera venida ha vencido al pecado y a la muerte. Además, Él viene de continuo a nuestras vidas, y donde se le acoge y se le abre la puerta, allí no dominan las tinieblas, ni la violencia, ni el mal. Y Él vendrá al final de la historia para llevar su Reino de verdad, amor, justicia y paz a su plenitud”.
Ante ello, nosotros, los cristianos, oramos incesantemente tal como lo hacían nuestros primeros hermanos en la fe: “¡Ven, Señor Jesús!” (Ap 22, 20). Así lo proclamamos en la Santa Misa: ¡Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, Ven, Señor Jesús! Pero al rezar de esta manera, caminamos con firmeza y decisión en nuestro aquí y ahora, extendiendo el Reino de Dios, porque la actitud de un cristiano no es pasiva ni evasiva, sino de activa esperanza. Con los ojos fijos en Aquel que ha de venir, caminamos por la historia, haciendo crecer el reinado de Cristo.
La venida final del Señor da sentido y valor a nuestra existencia entera, y nos ofrece motivaciones sólidas y profundas para nuestro esfuerzo cotidiano por transformar el mundo según el Plan de Dios, y así hacerlo más conforme al designio divino de amor.
“Velad, porque ignoráis cuando será el momento”
El Evangelio de hoy nos recuerda una realidad en la que hemos venido meditando en los últimos domingos: No conocemos el día ni la hora de la última venida del Señor Jesús. Por ello es necesario estar siempre atentos y vigilantes.
El breve texto del Evangelio de San Marcos de este domingo (ver Mc 13, 33-37), se inicia precisamente con la exhortación: “Estad atentos y vigilad, porque ignoráis cuándo será el momento” (Mc 13, 33). En este pasaje, Jesús repite dos veces la palabra: “¡Velad!”, agregando que lo peor que podría ocurrirnos es, “no sea que llegue de improviso y os encuentre dormidos” (Mc 13, 36).
“Mala cosa es el sueño del alma”
San Agustín, Obispo y Doctor de la Iglesia, nos ayuda a comprender lo que significa “estar dormidos”. El gran Obispo de Hipona, distingue entre el sueño del cuerpo y el sueño del alma de esta manera: “Dios le concedió el sueño al cuerpo, para reparar sus miembros y que sean capaces de mantener el alma en vela. Una cosa sí debemos evitar: que nuestra alma se duerma. Mala cosa es el sueño del alma. El sueño corporal sí es bueno, para reparar las fuerzas del cuerpo. Pero el sueño del alma es el olvidarse de su Dios. Cuando el alma se olvida de su Dios, está dormida. De ahí que el Apóstol se dirija a algunos que se olvidaron de su Dios… «Despierta, tú que duermes, y levántate de entre los muertos, y Cristo te iluminará» (Ef 5, 14)… Es como uno que está durmiendo durante el día: el sol ya salió, ya está cálido el día, pero él está como de noche, porque no está en vela y no ve que el día ya ha despuntado. Esto es lo que les sucede a algunos: Cristo ya se ha hecho presente, ya se ha predicado la verdad, pero el sueño todavía mantiene el alma dormida”.[2]
El que duerme espiritualmente, es aquel que vive en el olvido de Dios, en el olvido de su amor manifestado en Cristo Jesús y, por tanto, vive en el egoísmo, con su corazón cerrado al dolor y a la necesidad del prójimo, porque, “cuando se pierde el sentido de Dios, también el sentido del hombre queda amenazado y contaminado, como afirma lapidariamente el Concilio Vaticano II: «La criatura sin el Creador desaparece… Más aún, por el olvido de Dios la propia criatura queda oscurecida». El hombre no puede ya entenderse como «misteriosamente otro» respecto a las demás criaturas terrenas”.[3]
Al comenzar el Adviento, el Señor Jesús nos dirige el mismo mensaje que envió a la Iglesia de Laodicea: “Sé, pues, ferviente y arrepiéntete. Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo” (Ap 3, 19-20).
Adviento: Tiempo para volver a Dios
El Adviento nos impulsa a volver a Dios-Amor para en Él reencontrarnos con la verdad de nosotros mismos, de los demás, y de la creación entera que el Señor nos ha confiado y puesto a nuestro cuidado.
Que el Adviento nos despierte de nuestro sueño espiritual, y nos impulse a estar atentos y vigilantes. Al respecto, nos enseña el Papa Francisco: “La liturgia de hoy nos habla precisamente del sugestivo tema de la vigilia y de la espera. En el Evangelio (Mc 13, 33-37), Jesús nos exhorta a estar atentos y a vigilar para estar listos para recibirlo en el momento del regreso. Nos dice: «Estad atentos y vigilad, porque ignoráis cuándo será el momento […] No sea que llegue de improviso y os encuentre dormidos» (Mc 13, 33-36) […] La persona vigilante es la que acoge la invitación a velar, es decir, a no dejarse abrumar por el sueño del desánimo, la falta de esperanza, la desilusión; y al mismo tiempo rechaza la llamada de tantas vanidades de las que está el mundo lleno y detrás de las cuales, a veces, se sacrifican tiempo y serenidad personal y familiar […] Que María Santísima, modelo de espera de Dios e icono de vigilancia, nos guíe hacia su Hijo Jesús, reavivando nuestro amor por Él”. [4]
San Miguel de Piura, 03 de diciembre de 2023
I Domingo de Adviento
[1] Ver San Pablo VI, Carta Encíclica Mysterium Fidei, 03-IX-1965; San Juan Pablo II, Carta Encíclica Ecclesia de Eucharistia, nn. 11-20.
[2] San Agustín, Sermón al Pueblo, Comentario al Salmo 62, n. 4.
[3] San Juan Pablo II, Carta Encíclica Evangelium Vitae, n. 22.
[4] S.S. Francisco, Angelus, 03-XII-2017.
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