“PERDONÉMONOS DE CORAZÓN LOS UNOS A LOS OTROS”
Arzobispo celebra Santa Misa por todas las familias de Piura y Tumbes
13 de agosto de 2020 (Oficina de Prensa).- Nuestro Arzobispo Metropolitano Monseñor José Antonio Eguren Anselmi S.C.V., presidió la Santa Misa de forma privada desde la Capilla Arzobispal «Nuestra Señora de las Mercedes», en el XXIV Domingo del Tiempo Ordinario.
La Eucaristía fue ofrecida especialmente por las familias de Piura y Tumbes al celebrarse hoy el Día de la Familia en el Perú. Durante su homilía, nuestro Pastor destacó que la familia, fundada en el matrimonio entre un varón y una mujer, es lo más grande que posee toda persona humana y la sociedad.
A continuación compartimos la Homilía completa pronunciada por nuestro Arzobispo:
Si hay alguna enseñanza medular en el cristianismo, ésta es sin lugar a duda el perdón de las ofensas. Así lo rezamos en el Padrenuestro que Jesús nos enseñó como modelo de toda oración: “Perdónanos nuestras ofensas así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden” (Mt 6, 12). San Pablo, siguiendo la enseñanza de Cristo, su Señor, nos exhorta: “Perdónense también unos a otros” (Col 3, 13). Pero para poder comprender el Evangelio de este Domingo (ver Mt 18, 21-35) es necesario comprender primero la gravedad y las terribles consecuencias del pecado.
Como decíamos el Domingo pasado, uno de los grandes males de nuestro tiempo es haber perdido el sentido del pecado. El pecado es esa fuerza oscura y maligna, alentada por Satanás el tentador, que intenta destruir el Plan de Dios, ese plan de vida y felicidad que nuestro Padre celestial dispuso para el ser humano con suma sabiduría y amor. El pecado, busca hundirnos en la muerte y en la desgracia, y es en el fondo un acto suicida, porque a través de él, el ser humano rechaza a Dios-Amor, su principio y fundamento, su origen y su fin. Y sin Dios, el ser humano se desvanece, no se comprende a sí mismo, se hunde en la mentira creyéndose lo que no es, desatándose en su interior una serie de conflictos y contradicciones existenciales que después proyecta a los demás y a su vida social.
Alejado de Dios y de sí mismo, el pecado provoca además de manera inevitable una ruptura del hombre en sus relaciones con sus hermanos y con el mundo creado. No por algo después del pecado original, el siguiente pecado que narra el libro del Génesis es el fratricidio: Caín, que mata por envidia a su hermano Abel (ver Gen 4, 8). Además, todo pecado, por más personal e íntimo que parezca, siempre tiene consecuencias sociales e incrementa en el mundo las fuerzas de la muerte y la destrucción, lo que llamamos el mysterium iniquitatis, el cual no puede comprenderse sin referencia al misterio de la redención, al mysterium paschale de Jesucristo.
La maldad y el daño que produce el pecado es de tal magnitud que para salvarnos de él y alcanzarnos el don de la reconciliación con Dios, con nosotros mismos, con nuestros hermanos y con la creación, el Hijo de Dios tuvo que encarnarse, morir en la Cruz y resucitar. Cuando el nacimiento de Cristo le fue anunciado a José, el Ángel le dijo: “Le pondrás por nombre Jesús (nombre que significa Yahveh salva), porque Él salvara a su pueblo del pecado” (Mt 1, 21). Asimismo, cuando se acercaba la hora de su pasión, el Señor Jesús, en la Última Cena, al instituir el Sacramento de la Eucaristía, explicó que su muerte era un sacrificio ofrecido al Padre para obtenernos el perdón de los pecados: “Esta es mi Sangre…que será derramada por ustedes y por muchos para el perdón de los pecados” (Mt 26, 28). Podemos entonces comprender la inmensidad y gravedad del pecado, observando la grandeza del remedio que hubo de usarse: La encarnación, muerte y resurrección del Verbo eterno de Dios.
Ningún esfuerzo humano, por heroico que este fuera, ni nada en la tierra hubiera sido suficiente y capaz para obtenernos el perdón y la reconciliación. Para que fuéramos salvados, fue necesario el misterio de la Cruz, misterio que celebraremos mañana 14 de septiembre, con la Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz.
Ahora bien, quien comprende la inmensidad del perdón y de la misericordia que Dios ha empleado con nosotros, puede comprender entonces la necesidad de vivir el perdón fraterno y lo absurdo que resulta que guardemos rencor al hermano que nos ha ofendido, así como tener odios y cuentas por cobrar a nuestros semejantes. Así lo hemos escuchado en la primera lectura de hoy tomada del libro del Eclesiástico: “Furor y cólera son odiosos; el pecador los posee. Del vengativo se vengará el Señor y llevará estrecha cuenta de sus culpas. Perdona la ofensa a tu prójimo, y se te perdonarán los pecados cuando lo pidas. ¿Cómo puede un hombre guardar rencor a otro y pedir la salud al Señor?” (Eclo 27, 30-28,1-3).
Seguramente el apóstol Pedro conocía esta enseñanza pero tiene en el fondo la inquietud de saber hasta qué medida es necesario perdonar al prójimo las ofensas, y por eso le pregunta a Jesús: “Si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces lo tengo que perdonar? ¿Hasta siete veces? (Mt 18, 21). Al formular de esta manera la pregunta, Pedro estaba seguro de estar poniendo un límite bien alto, porque para la mentalidad judía el número siete indica “plenitud”.
Pero la respuesta del Señor Jesús va más allá para indicarnos que no debemos cansarnos nunca de perdonar: “No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete” (Mt 18, 22), es decir: “Debes perdonar siempre y sin limitaciones”. Esta es la medida que el Señor nos ha fijado a nosotros, sus discípulos, para el perdón de las ofensas del prójimo. Y para que nos quede clara esta enseñanza el Señor añadió una parábola con la finalidad de aclarar el motivo profundo por el cual debemos estar siempre dispuestos a perdonarnos de corazón los unos a los otros.
La parábola, como todas las de Jesús, es brillante. Cada uno de nosotros esta representado por ese siervo que le debía a su rey y señor nada menos que diez mil talentos. Para los oyentes de Jesús, que en aquellos tiempos usaban esa moneda, la cantidad a la que alude el Señor es enorme, es descomunal. Un talento equivalía a 6,000 denarios, y recordemos que un denario era el salario diario de un obrero común o de un soldado. Por tanto, diez mil talentos equivalían a 60 millones de denarios, o a 160,000 salarios anuales. Por tanto, cuando el siervo ruega: “Ten paciencia conmigo, que te lo pagaré”, todos entienden que son buenas palabras para implorar misericordia, y que en el fondo es imposible que el siervo pueda pagar todo lo que debe. Pero con todo, “el señor movido a compasión lo dejó en libertad y le perdonó la deuda”. Aquí empieza el segundo acto de la parábola. Saliendo de la presencia de su señor, el recién perdonado de esa inmensa e impagable deuda, se encuentra con una persona que le debía sólo 100 denarios (recordemos que a él le han sido perdonados 60 millones de denarios), y agarrándolo del cuello le exige que le pague lo que le debe. El deudor le ruega con las mismas palabras: “Ten paciencia conmigo que te lo pagaré”. Los oyentes de Jesús saben perfectamente que en este caso sí era posible pagar esta pequeña deuda, que probablemente era cuestión de esperar un tiempo prudencial. Era cosa de tener un poco de paciencia, pero el siervo a quien le fue perdonada la deuda millonaria fue implacable y aplicó con su hermano todo el rigor posible hasta meterlo en la cárcel. A este punto de la parábola todos los oyentes de Jesús, incluso nosotros estamos indignados contra el siervo malagradecido y despiadado, pidiendo que su señor intervenga y lo castigue. El rey informado de lo que ha acontecido manda llamar al siervo y le dice: “Siervo malvado, yo te perdoné a ti toda aquella deuda porque me lo suplicaste. ¿No debías tú también compadecerte de tu compañero, del mismo modo que yo me compadecí de ti? Y encolerizado su señor, lo entregó a los verdugos hasta que pagase todo lo que le debía” (Mt 18, 31-34). A este punto de la parábola todos estamos de acuerdo con el castigo de este hombre que no tuvo compasión ni capacidad de perdonar a su hermano.
Pero al expresar nuestra satisfacción de cómo termina la parábola, en el fondo estamos emitiendo un juicio contra nosotros mismos, porque como decía hace unos momentos, cada uno de nosotros estamos representados por aquel siervo que debía diez mil talentos. A cada uno de nosotros el Padre ha perdonado en la Cruz de su Hijo Jesucristo nuestros pecados, una deuda impagable que nos hacía reos de muerte eterna, una deuda que ha sido saldada al precio de la Sangre preciosa de su Hijo único.
Por eso perdonar a nuestros hermanos las ofensas que nos hacen no es más que un actuar en consecuencia. Ahora bien, si estamos de acuerdo en que el rey hizo bien en castigar al siervo despiadado de la parábola, tendremos entonces que estar de acuerdo con la conclusión que Jesús hace de la misma: “Esto mismo hará con ustedes mi Padre celestial, si no perdonan de corazón cada uno a su hermano” (Mt 18, 35). Debemos practicar el perdón de las ofensas porque sólo los misericordiosos alcanzarán misericordia como nos enseña el Señor Jesús en las Bienaventuranzas del Reino (ver Mt 5, 7).
“Es necesario aplicar el amor misericordioso en todas las relaciones humanas: entre los esposos, entre padres e hijos, dentro de nuestras comunidades, en la Iglesia y también en la sociedad y la política”,[1] ahora más que nunca en que vemos al Perú sumido en una profunda crisis institucional que puede afectar aún más a los enfermos de la pandemia, a los más vulnerables y pobres. Para superar la delicada situación política que hoy vivimos se requiere el cambio de los corazones y del manejo institucional del Estado en todos sus niveles.
Día de la Familia, Iglesia doméstica
Como lo mencioné al comenzar la Santa Misa, estos días hemos venido venimos celebrando la “Semana Nacional de la Familia. Hoy rezamos de manera especial por todas las familias en este tiempo de pandemia, las cuales con creatividad tratan de hacer muchas cosas nuevas, especialmente con sus hijos, para fortalecer su unidad y amor.
Familias que hoy más que nunca descubren la centralidad de Jesús en sus vidas y se fortalecen en la oración común al Señor y a la Virgen para así crecer en el amor. Rezamos también por aquellos hogares que, con la ayuda del Señor, se esfuerzan hoy en día en superar aquellas situaciones que en estos tiempos amenazan su unidad y paz, como son por ejemplo la muerte y la enfermedad de un ser querido, la violencia familiar, la ansiedad y la angustia, la falta de trabajo, y la pobreza. Bien sabemos que la familia es esencial para el presente y futuro de un país y del mundo.
La familia es esa comunidad donde se aprende a amar y a ser amado; donde se aprende a perdonar y a ser perdonado; es el ámbito donde se acoge y defiende la vida desde la concepción hasta su fin natural; es el lugar donde se aprende a vivir el encuentro, la comunicación, y la caridad. Es en el hogar donde se educan los futuros ciudadanos y donde el patrimonio espiritual e incluso físico de la Patria, pasa a nosotros. Es en la familia donde somos formados en nuestra fe cristiana y católica y así aprendemos a conocer, amar y seguir a Jesús, y en el Señor aprendemos a reconocer y defender la dignidad de cada persona creada a imagen y semejanza de Dios, de modo particular de la más frágil, de la más débil, como la concebida no nacida, la enferma, la anciana, la marginada, la que vive en pobreza, la migrante. No hay nada que pueda sustituir el valor formativo de crecer en un ambiente familiar bien constituido. La familia, fundada en el matrimonio entre un varón y una mujer, es lo más grande que posee toda persona humana y la sociedad.
Por eso pedimos el día de hoy por todas ellas y solicitamos al Estado que las fortalezca con políticas públicas que sean conformes a su naturaleza, porque la familia es la primera sociedad natural, titular de derechos propios y originarios, que antecede al Estado y se encuentra en el centro de la vida social. Relegar a la familia a “un papel subalterno y secundario, excluyéndola del lugar que le compete en la sociedad, significa causar un grave daño al auténtico crecimiento de todo el cuerpo social”. Familia, ¡sé lo que eres!, para que siendo una comunidad de personas estés siempre al servicio de la vida, colabores activamente en el desarrollo de la sociedad, y participes vitalmente en la vida y misión de la Iglesia.
San Miguel de Piura, 13 de septiembre de 2020
XXIV Domingo del Tiempo Ordinario
[1] S.S. Francisco, Angelus, 13-IX-2020.
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Puede ver el video de la Santa Misa que presidió nuestro Arzobispo hoy AQUÍ