Noticias

«NO LES TENGAN MIEDO»

25 de junio de 2023 (Oficina de Prensa).- Hoy celebramos el XII Domingo del Tiempo Ordinario y nuestro Arzobispo Metropolitano, Monseñor José Antonio Eguren Anselmi S.C.V., ha preparado especialmente una homilía en la que, reflexionando en el mensaje del Evangelio, nos recuerda que, no debemos temer a los hombres y a sus persecuciones, sino más bien debemos temer la condenación eterna en el infierno. 

A continuación, les ofrecemos la homilía completa preparada por nuestro Pastor: 

“No les tengan miedo” 

Domingo XII del Tiempo Ordinario

El Evangelio de hoy, (ver Mt 10, 26-33), comienza con una enseñanza muy precisa de Jesús: “No les tengan miedo”. Empieza de esta manera, porque el Señor les había advertido a sus discípulos que serían perseguidos por su causa: “Guardaos de los hombres, porque os entregarán a los tribunales y os azotarán en sus sinagogas, y por mi causa seréis llevados ante gobernadores y reyes, para que deis testimonio ante ellos y ante los gentiles” (Mt 10, 17-18). 

Pero Jesús, aprovecha también esta ocasión, para enseñarnos a que sí debemos tenerle miedo: “No temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma; temed más bien a Aquel que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en la gehenna” (Mt 10, 28). Es decir, no debemos temer a los hombres y a sus persecuciones, más bien debemos temer la condenación eterna en el infierno.  

El pecado y la existencia del infierno

Jesús, habló “con frecuencia de la «gehenna» y del «fuego que nunca se apaga» (ver Mt 5, 22.29; 13 ,42.50; Mc 9, 43-48) reservado a los que, hasta el fin de su vida rehúsan creer y convertirse, y donde se puede perder a la vez el alma y el cuerpo (ver Mt 10, 28)”.[1] Fiel a esta enseñanza de su Señor, la Iglesia siempre ha afirmado la existencia del infierno y de su eternidad.[2]

La vida del ser humano es mucho más que su vida corporal. El hombre posee también la vida del alma, que es inmortal. En estos tiempos de emergencia y epidemias, con justa razón tenemos una preocupación natural por nuestra salud corporal, la cual sin lugar a dudas debemos cuidar, y debe ser cuidada por aquellos que tienen esta responsabilidad en nuestra vida política y social. Pero, así como tomamos todas las precauciones y medidas necesarias para prevenir las enfermedades y curarnos de ellas, igualmente tenemos que preocuparnos que nuestra alma inmortal esté siempre en gracia de Dios, y de esta manera esté libre de la enfermedad mortal del pecado que puede llevarnos a la condenación eterna.   

La vida de la gracia se pierde con el pecado, y si este es mortal, trae como consecuencia la pérdida de la caridad, la privación de la gracia santificante, y si no se produce una actitud de conversión y de arrepentimiento a tiempo, la exclusión del Reino y la condenación eterna. A esto tenemos que temerle, pues vivir alejados del amor de Dios nos dirige hacia la muerte eterna.[3]   

“El pecado es el rechazo del amor de Dios, que es nuestra felicidad y realización plena. Por eso, el primer y mayor perjudicado por el pecado es el mismo hombre que peca. El pecado es un acto suicida ya que nos conduce a la desdicha y a la muerte. Y desgraciadamente, porta la división y el mal que causarán sufrimiento a otros: el pecado, por más personal que sea, siempre tiene consecuencias sobre los demás”.[4]

La resurrección y la belleza de la eternidad

Pero, por otro lado, en nuestra predicación y catequesis, se hace necesario que expongamos el misterio de la resurrección y la belleza de la eternidad. “Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro”. “Creo en la resurrección de la carne y en la vida eterna”. Con esta bella confesión de fe que, pronunciamos todos los domingos al rezar el Credo, expresamos nuestra esperanza cristiana en el futuro glorioso de una salvación eterna que consiste en estar con Dios, Uno y Trino, comunión de Amor, para siempre porque, “esta vida perfecta con la Santísima Trinidad, esta comunión de vida y de amor con Ella, con la Virgen María, los Ángeles y todos los Bienaventurados se llama «el Cielo». El Cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha. Vivir en el Cielo es «estar con Cristo» (ver Jn 14, 3; Flp 1, 23; 1 Tes 4,17). Los elegidos viven «en Él», aún más, tienen allí, o mejor, encuentran allí su verdadera identidad, su propio nombre (ver Ap 2, 17)”.[5]

Sin embargo, a pesar de su importancia y centralidad en nuestra fe cristiana: “La reflexión escatológica sobre la vida eterna y sobre la resurrección no encuentra el espacio y la atención que se merece en la catequesis y en las celebraciones. De hecho, en ocasiones da la impresión de que este tema se olvida y se deja fuera voluntariamente porque, aparentemente, resulta lejano, extraño a la vida diaria y a la sensibilidad contemporánea. Uno de los fenómenos que marca la cultura actual, de hecho, es el cierre a los horizontes trascendentes, el repliegue sobre uno mismo, el vínculo casi exclusivo al presente, olvidando o censurando las dimensiones del pasado y, sobre todo, del futuro”.[6]

Dios nos ha creado para la inmortalidad, para gozar plenamente de Él en el Cielo. Él, no quiere la muerte eterna del pecador, sino que éste se convierta y viva (ver Ez 33, 11; 2 Pe 3, 9). Si bien, el pecado nos arrastra a la muerte eterna, en cambio, el convertirse, el vivir en la amistad con Dios en Cristo, es decir, vivir en su gracia y amor, nos abre al horizonte de una vida perdurable, y por tanto no debemos temer a quien o a qué pueda matar el cuerpo: “Porque tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16).  

¡No tengan miedo!

En el Evangelio de hoy, Jesús exhorta a sus Apóstoles hasta en tres oportunidades a no tener miedo. En la primera, nos pide no tener miedo a proclamar abiertamente el Evangelio con todas sus exigencias de vida: “Lo que Yo os digo en la oscuridad, decidlo vosotros a la luz; y lo que oís al oído, proclamadlo desde los terrados” (Mt 10, 27). De esta manera, Cristo nos alienta a que demos testimonio de Él con nuestra palabra y vida, cada cual según su propia vocación y estado de vida. Más bien debemos temer a que la Palabra de Dios quede enmudecida, o sea relativizada y recortada en sus exigencias, por nuestra cobardía, por nuestros respetos humanos, por el temor al qué dirán los demás, o por nuestra mundanización.   

En la segunda, Cristo nos llama a no tener miedo a quienes nos calumnian, persiguen, e incluso pueden matarnos por ser sus discípulos (ver Mt 10, 28). Si vemos la historia de la Iglesia, ello ha sucedido desde sus orígenes, y sigue sucediendo hoy en día. Precisamente, los “Mártires”, son los que dan su vida por mantenerse fieles en el seguimiento del Señor Jesús.

“Mártir” significa “testigo”. En el martirio se da testimonio de la fe en Cristo, porque se está dispuesto a morir antes que abandonar la fe en tiempos de persecución. El “Mártir”, tiene una profunda convicción en las palabras del Señor que hemos escuchado hoy: “Todo aquel que se declare por Mí ante los hombres, Yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos; pero a quien me niegue ante los hombres, le negaré Yo también ante mi Padre que está en los cielos” (Mt 10, 32-33).    

Finalmente, en la tercera, el Señor nos da el motivo para no tener miedo y no ser cobardes en el momento de dar testimonio de nuestra fe: Nuestras vidas están en las manos providentes y amorosas de nuestro Padre celestial. Jesús nos asegura que ni siquiera un pajarillo cae a tierra, “sin el consentimiento de vuestro Padre”, y agrega: “No temáis, pues vosotros valéis más que muchos pajarillos” (Mt 10, 29-31). 

En estos tiempos de incertidumbre y temor, qué bien nos vienen estas palabras de Jesús que nos revelan que Dios es un Padre tan amoroso, que siempre está pendiente de nosotros que somos sus hijos porque, “hasta los cabellos de vuestra cabeza están todos contados” (Mt 10, 30). Son palabras que nos invitan a la paz del corazón, y nos exhortan a confiar, creer y esperar, y a nunca dudar del amor de Dios aun, cuando su saber nos sobrepase, y no comprendamos de momento su designio divino.

Cuando la angustia y la desesperación, el temor y el miedo, quieran apoderarse de nuestra mente y corazón, acudamos con confianza a Santa María, nuestra Madre. En Ella, hallaremos paz y fortaleza.

Acudamos constantemente a Ella, para que nos aleje del pecado que nos conduce a la muerte eterna, para que nos dé la confianza y el valor en las pruebas y dificultades de la vida, y para que guíe siempre nuestros pasos al Cielo, al encuentro definitivo con su Divino Hijo, nuestro Señor Jesucristo.   

“Que María Santísima, modelo de confianza y abandono en Dios en momentos de adversidad y peligro, nos ayude a no ceder nunca al desánimo, sino a encomendarnos siempre a Él y a su gracia, porque la gracia de Dios es siempre más poderosa que el mal”.[7] 

San Miguel de Piura, 25 de junio de 2023
XII Domingo del Tiempo Ordinario

[1] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1034.

[2] Allí mismo, nn. 1033-1037.

[3] Ver Catecismo de la Arquidiócesis de Piura, “Firmes en la Fe, sed Fuertes – PIUCAT, n. 206.

[4] Catecismo de la Arquidiócesis de Piura, “Firmes en la Fe, sed Fuertes – PIUCAT, n. 205.

[5] Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1024-1025.

[6] S.S. Francisco, Mensaje con ocasión de la XXIII Sesión Pública de las Academias Pontificias, 04-XII-2018.

[7] S.S. Francisco, Angelus, 21-VI-2020.

Puede descargar el PDF de esta Homilía de nuestro Arzobispo AQUÍ

Compartir: