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“CREER EN EL HIJO NOS DA LA VIDA ETERNA”

A un año de la pandemia, Arzobispo ofreció Santa Misa por todos los fallecidos y exhortó a mantener viva la esperanza

14 de marzo de 2021 (Oficina de Prensa).- La mañana de hoy, nuestro Arzobispo Metropolitano Monseñor José Antonio Eguren Anselmi S.C.V., presidió la Santa Misa correspondiente al IV Domingo de Cuaresma, también conocido como Domingo de Laetare.

La Eucaristía fue ofrecida por todos los fallecidos a causa del Covid-19 en Piura y Tumbes, al cumplirse hoy el primer año del inicio de la Pandemia en nuestro País. Se pidió especialmente por el alma de los 53 miembros del Consejo Departamental Piura del Colegio de Ingenieros del Perú, que han partido ya al encuentro del Padre, durante estos meses.

A continuación, compartimos la Homilía completa pronunciada hoy por nuestro Pastor: 

“Creer en el Hijo nos da la vida eterna”

Seguimos recorriendo juntos este camino a la luz pascual que es la Cuaresma. Este cuarto Domingo cuaresmal, es también conocido como el domingo de la alegría en medio de la penitencia, y la Iglesia lo expresa con la fuerza del símbolo, cambiando sus vestiduras moradas por unas de color rosado. Y, ¿Cuál es el motivo para estar alegres este domingo? El motivo más inmediato es la cercanía de la Pascua. Falta poco para celebrar el misterio de la Resurrección de Cristo. Pero el motivo último, es el mismo Señor Jesús, a quien la liturgia dominical manifiesta como fuente de vida eterna para todo aquel que cree en Él.

Con todo, alguno podría preguntarse: ¿También hoy, a un año del inicio de la pandemia, la cual sigue dejando a su paso tanto dolor y muerte, debemos alegrarnos cuando tenemos tantos motivos para estar tristes y desanimados? La alegría es un fruto de la acción del Espíritu Santo en nuestras vidas (ver Gal 5, 22-23). Ella brota de la certeza de saberse amado por el Señor incluso en las horas más oscuras y difíciles de la vida, como la actual. Por eso la alegría no falla ni desaparece en las pruebas y dolores de la vida. Gracias a ella, el cristiano siempre tiene paz en su corazón, aún en medio del dolor. Me atrevería a decir que la alegría cristiana es el corazón de la esperanza.

Como bien afirma el Papa Francisco, la alegría es la respiración del cristiano, es el modo de expresarse y de vivir de un discípulo de Cristo. Por ello, pidamos al Señor con humildad este fruto del Espíritu Santo, que repito, brota ahí donde hay un corazón creyente que tiene la convicción de que el Señor no deja de amarnos nunca, de que en todo momento guía indefectiblemente a su Iglesia, y que de los males siempre saca bienes, pues como afirma San Pablo, para los que aman a Dios, todo lo que sucede, sucede para bien (ver Rom 8, 28). Por ello hermanos, que la esperanza nos tenga alegres y nos haga firmes en la tribulación (ver Rom 12, 12).

De otro lado, la celebración del cuarto Domingo de Cuaresma nos hace tomar conciencia de que hemos recorrido la mitad de este tiempo de gracia que Dios nos concede, para que, examinando seriamente nuestras vidas, nos convirtamos a Él con todo el corazón. Por eso es oportuno recordar hoy de nuevo la apremiante exhortación del Apóstol San Pablo: “La noche va muy avanzada y está cerca el día: dejemos, pues, las obras propias de la oscuridad y revistámonos de una coraza de luz” (Rom 13, 12). 

La Cuaresma comenzaba con esta exhortación del Señor Jesús: “Convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1, 15). Por ello preguntémonos a manera de examen de conciencia: ¿Vengo aprovechando este tiempo de gracia y conversión en que el Señor se muestra clemente y misericordioso conmigo? En estas semanas de Cuaresma, ¿me he arrepentido sinceramente de mis pecados y me he convertido al amor del Señor, buscando la confesión sacramental?

Porque si no nos convertimos y creemos ahora en el Evangelio, nadie nos puede asegurar que tendremos otro tiempo de gracia. ¿Acaso la pandemia no es un signo más que elocuente y claro que “hoy”, y no mañana, es el tiempo de gracia y salvación?

Todo el Evangelio de este domingo (ver Jn 3, 14-21) es una larga exposición hecha por el mismo Jesús a Nicodemo, aquel magistrado judío de buen corazón que le buscaba por las noches para dialogar con Él en busca de la verdad. El tema dominante del diálogo es el de la fe en Cristo como condición necesaria para poseer la vida eterna. Varias veces a lo largo de este pasaje evangélico, se insiste que la fe en la persona viva del Señor Jesús, es lo opera nuestra salvación.

Haciendo referencia a un episodio del Antiguo Testamento, Jesús le dirá a Nicodemo: “Así como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea tenga por Él vida eterna” (Jn 3, 14-15). Para comprender mejor esta afirmación de Jesús, recordemos brevemente el hecho evocado. Después de la salida de Egipto, en una de sus muchas murmuraciones y rebeliones, el pueblo de Israel logró irritar a Dios. Dios entonces mandó serpientes venenosas que mordían a muchos israelitas y éstos morían a consecuencia de ello. Entonces el pueblo se arrepintió de su pecado y pidió a Moisés que intercediera ante Dios. Dios le ordenó a Moisés hacer una serpiente de bronce y ponerla en un mástil diciéndole: “Todo el que haya sido mordido y la mire, vivirá. Hizo Moisés una serpiente de bronce y la puso en un mástil. Y si una serpiente mordía a un hombre y éste miraba la serpiente de bronce, quedaba con vida” (Núm 21, 8-9).  

Ciertamente es una comparación, pero en la palabra que Jesús le dirige a Nicodemo hay mucho más. Es más que obvia la alusión a la cruz, pues en ella fue levantado Jesús de la tierra, pero en lugar del simple “mirar”, cuando se trata de Él, Jesús habla de “creer”. No basta con mirar a Jesús en la cruz, como fue en el caso de la serpiente de bronce. A Jesús también lo miraron todos aquellos que lo crucificaron, pero no creyeron en Él. Por tanto, es necesario “creer” que la muerte de Jesús en la cruz, expío, purificó, nuestros pecados, y nos alcanzó la perfecta reconciliación con Dios, con nosotros mismos, con nuestros hermanos y con la creación, porque Aquel que moría crucificado era el mismo Hijo de Dios, hecho hombre. Los sumos sacerdotes, los escribas y los ancianos del pueblo, se burlaban del Señor Jesús en la cruz, y entre muchas burlas e insultos (ver Mt 27, 39-44) le decían: “Que baje de la cruz y creeremos en Él” (Mt 27, 42). En cambio, el centurión romano, un pagano, al ver cómo había muerto Jesús, se abre al don de la fe y creyendo confiesa. “Verdaderamente éste era Hijo de Dios” (Mt 27, 54). 

Debemos decir, además, que los mordidos por las serpientes venenosas miraban a la serpiente de bronce sobre el mástil y quedaban con vida, pero en esta vida mortal. Jesús en cambio habla de una “vida eterna”. En comparación con la “vida eterna”, toda otra vida no es más que perecedera, efímera, temporal y pasajera. Para San Juan, el hombre está llamado a poseer la “vida eterna”, y ésta se alcanza por la fe en la persona viva de Jesucristo.

Por eso, aunque es natural y comprensible el dolor que experimentamos ante la muerte de un familiar o de un ser querido, más aún en estos tiempos de pandemia, el cristiano sabe que la muerte no tiene la última palabra, sino Cristo, vida y resurrección para todo aquel que cree en Él (ver Jn 11, 25). Gracias a Dios, esta fe en el Señor la tenemos muy marcada entre nosotros, lo cual se manifiesta en cómo buscamos a un sacerdote para que éste le administre el sacramento de la Unción a nuestros enfermos.

Para concluir, en el caso de la serpiente de bronce elevada en un mástil, los que la miraban quedaban sanados y en vida, en virtud de Dios que así lo había establecido. En cambio, aquellos que crean en Cristo, el Hijo del hombre elevado en el árbol de la cruz, tienen vida eterna “por Él”. Ésta, es una afirmación clara y contundente, de que el Señor Jesús es la fuente de la vida eterna, que Él es la fuente de la vida divina comunicada al ser humano, porque Él posee la plenitud de la divinidad. Así lo afirma San Juan desde el Prólogo de su Evangelio: “La Palabra era Dios…en ella estaba la vida” (Jn 1, 1.4). Y más claramente, el mismo Señor Jesús lo dirá cuando afirme: “Porque, como el Padre tiene vida en sí mismo, así también le ha dado al Hijo tener vida en sí mismo” (Jn 5, 26). 

El Padre y el Hijo tienen vida en sí mismos porque son el único Dios vivo y verdadero. Nosotros tenemos también esa vida, pero comunicada por Cristo por puro don y gracia. En poseer esta vida consiste nuestra salvación.

Para confirmar todo esto, Jesús le dice a Nicodemo una de las frases más hermosas de toda la Sagrada Escritura: “Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16). La medida del amor de Dios Padre al hombre, esta revelada en el misterio de su Hijo único, crucificado. La condenación consiste en no creer, es decir, en cerrarse a ese amor y amar más las tinieblas que la luz. Hacia el final del tercer capítulo de San Juan, del cual está tomado nuestro Evangelio de hoy, el apóstol y evangelista afirmará: “El que cree en el Hijo tiene vida eterna; el que rehúsa creer en el Hijo, no verá la vida, sino que la cólera de Dios permanece sobre él” (Jn 3, 36). Que más bien, nosotros podamos decir como San Pablo: “La vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gal 2, 20). 

A un año de la pandemia, mantengamos viva la esperanza

Queridos hermanos: El día de hoy se cumple un año desde que se inició la pandemia entre nosotros. Ha sido un año de gran tribulación que nos sorprendió a todos, que cambió nuestra vida familiar, nuestro estilo de trabajo, así como nuestras actividades públicas.

Por muchos meses nos vimos privados de ir a nuestros templos y sobre todo de celebrar la Eucaristía juntos. Gracias a Dios, hemos podido retomar ya nuestra vida sacramental y congregarnos nuevamente en asamblea eucarística, porque ninguna transmisión virtual puede sustituir la presencia real del Señor en la celebración del Santo Sacrificio de la Misa.

Este año de pandemia, ha dejado a su paso millares de muertes, muchísimo sufrimiento en miles de familias, y ha generado también una crisis moral y política de las más espantosas que ha vivido el Perú en sus doscientos años de vida republicana. La pandemia ha desnudado nuestra vulnerabilidad y fragilidad, tanto personal como social. Este tiempo de pandemia, que aún no termina, nos exige orientar nuestras vidas de una manera más decisiva y renovada a Dios, nuestro principio y fin, sin el cual el hombre se desvanece y no es capaz de construir su vida social en justicia, fraternidad, paz, honestidad, verdad y amor. 

El año pasado, en plena pandemia, vivimos el tiempo pascual, el cual muy pronto volveremos a celebrar. La Pascua, cada vez más cercana, abre para nosotros un horizonte de luz y esperanza, porque ella es Cristo resucitado, y Jesús, vencedor de la muerte y del pecado, renueva nuestra confianza en el futuro. La Pascua es la victoria de la vida sobre la muerte, de la gracia sobre el pecado, de la salud sobre la enfermedad. Nunca hay que olvidar que las raíces de nuestra vida están en Cristo Jesús, y que sólo en Él podemos encontrar la fuerza necesaria para enfrentar y superar los difíciles momentos que aún vivimos.  

Pero la pandemia ha despertado también muchas cosas buenas en nosotros, como por ejemplo el amor fraterno, la solidaridad y el servicio como estilo de vida. Siguiendo el ejemplo de Cristo que se hizo cercano, compasivo y misericordioso, miles se han puesto a los pies de sus hermanos enfermos para cuidarlos.

Ahí está el testimonio heroico de nuestros médicos, enfermeras, policías, militares, sacerdotes, consagrados y consagradas, profesionales y laicos voluntarios. Demos gracias a Dios por los muchos signos de ayuda y de caridad de los cuales venimos siendo testigos.

Por eso, a un año del inicio de la pandemia, renovemos nuestra esperanza de que este virus será derrotado. La presencia viva del Señor Jesús en su Palabra, y sobre todo en la Eucaristía, nos dará la fortaleza necesaria para afrontar los difíciles momentos que aún tenemos por delante, pero sobre todo nos dará la gracia necesaria para construir el Perú del Bicentenario, sin mentiras, injusticias y corrupción, donde por fin brillen las Bienaventuranzas del Reino, fuente de la Civilización del Amor. Hoy Jesús, más que nunca, nos dice para renovar nuestra esperanza en el futuro: “¡No tengan miedo! Yo he vencido a la muerte”.   

San Miguel de Piura, 14 de marzo de 2021
IV Domingo de Cuaresma o de Laetare

Puede ver el video de la Santa Misa que presidió nuestro Arzobispo la mañana de hoy AQUÍ

Puede descargar el archivo PDF de esta Homilía de nuestro Arzobispo desde AQUÍ

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