“AMAR A DIOS Y AL PRÓJIMO SON LAS DOS CARAS DE UNA MISMA MONEDA”
Arzobispo celebra Santa Misa en el Domingo XXX del Tiempo Ordinario
25 de octubre de 2020 (Oficina de Prensa).- Nuestro Arzobispo Metropolitano Monseñor José Antonio Eguren Anselmi S.C.V., presidió la mañana de hoy la Santa Misa desde la Capilla Arzobispal, en el XXX Domingo del Tiempo Ordinario, la cual fue transmitida vía la Página de Facebook del Arzobispado.
A continuación compartimos la Homilía completa pronunciada por nuestro Arzobispo:
“Amar a Dios y al prójimo
son las dos caras de una misma moneda”
El Evangelio de hoy Domingo (ver Mt 22, 34-40), nos ofrece una de las enseñanzas más lúcidas y brillantes del Señor Jesús. El pasaje comienza señalandonos que los fariseos se acercan a Él no con buena intención sino para ponerlo a prueba una vez más. Uno de ellos le formula la siguiente pregunta: “Maestro, ¿cuál es el mandamiento mayor de la Ley?” (Mt 22, 36). ¿Qué pretendían los fariseos con esta pregunta? Cualquier judío sabía perfectamente que entre los muchísimos mandamientos que tenían que observar, el mandamiento mayor de la Ley era el que citó Jesús: “Él le dijo: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. (Mt 22, 37). La respuesta que dio el Señor no era novedad, la habría dado cualquier judío. En efecto, este mandamiento que aparece en el libro del Deuteronomio, lo recitan los judíos a diario en sus oraciones: “Escucha, Israel: Yahveh nuestro Dios es el único Yahveh. Amarás a Yahveh tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza. Queden en tu corazón estas palabras que yo te dicto hoy” (Dt 6, 4-6). Y Jesús a su vez lo confirma: “Éste es el mayor y el primer mandamiento” (Mt 22, 38).
Pero no bien termina Jesús de responderles, comienza una nueva enseñanza, y a través de ella, el Señor se revela como Aquel que ha nacido y venido a este mundo para dar testimonio de la Verdad (ver Jn 18, 37).
¿Cuál es esta nueva enseñanza? Jesús recoge de la Ley, que está contenida en el Pentateuco, es decir en los cinco primeros libros del Antiguo Testamento, un precepto que estaba olvidado y que tenía un sentido muy restrictivo, y añade: “El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mt 22, 39). En efecto, este mandamiento aparece en el libro del Levítico (ver Lev 19, 18), pero allí “prójimo” significa “el hijo de tu pueblo”, es decir el compatriota. Para los judíos, el amor al prójimo quedaba limitado a vivirse sólo entre ellos. Jesús en cambio le da una extensión universal y una importancia equivalente al primero y mayor.
En efecto, en el relato de San Lucas, cuando el doctor de la Ley para justificarse le pregunta, y quién es mi prójimo, Jesús le propone la parábola del Buen Samaritano (ver Lc 10, 25-37) y lo conduce a que reconozca y llame prójimo al samaritano, el cual estaba muy lejos de ser considerado “hijo de tu pueblo” o compatriota. Bien sabemos que los judíos y los samaritanos ni siquiera se hablaban (ver Jn 4, 9). Jesús entonces nos enseña que todo ser humano es nuestro “prójimo” y que por tanto debe ser objeto de nuestro amor. Por ello, el Señor concluirá su enseñanza sentenciando: De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas” (Mt 22, 40). Probablemente la intención capciosa de los fariseos al hacerle la pregunta al Señor era que sólo mencionara el amor debido a Dios y no el amor al prójimo y por ahí atacarle. Pero Jesús no se deja sorprender, y hace de la pregunta una ocasión única para darle al amor al prójimo una dimensión insospechada para los judíos: La del amor universal.
Indudablemente se trata de dos mandamientos, pero son inseparables. En el fondo podríamos decir que no son dos sino uno sólo, o afirmar que el amor a Dios y al prójimo son como las dos caras de una misma moneda. Por eso San Juan en su primera carta afirmará rotundamente: “Si alguno dice: «Amo a Dios», y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve. Y hemos recibido de Él este mandamiento: Quien ama a Dios, ame también a su hermano” (1 Jn 4, 20-21). San Juan, el discípulo amado, ha unido tanto los dos mandamientos que habla de uno sólo: “Queridos, amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios” (1 Jn 4, 7).
Al respecto el Papa Francisco nos dice: “Dios, que es Amor, nos ha creado por amor y para que podamos amar a los otros permaneciendo unidos a Él. Sería ilusorio pretender amar al prójimo sin amar a Dios y sería también ilusorio pretender amar a Dios sin amar al prójimo. Las dos dimensiones, por Dios y por el prójimo, en su unidad caracterizan al discípulo de Cristo”.[1]
Ahora bien, el mandamiento del amor sólo lo puede poner en práctica plenamente quien vive una relación profunda con Dios, de manera semejante al hijo que se hace capaz de amar a partir de una buena relación de amor con su madre y su padre. Sólo cuando el amor a Dios ha echado raíces profundas en nosotros, es decir en nuestro corazón, es cuando nos volvemos capaces de amar, incluso a quien no lo merece, así como hace precisamente Dios con nosotros.
El padre y la madre no aman a sus hijos sólo cuando lo merecen, los aman siempre, aunque naturalmente los corrigen cuando se equivocan. De Dios, aprendemos a querer siempre y sólo el bien, jamás el mal. Del Señor, aprendemos a mirar a los demás con su mirada amorosa, así como lo hacía Jesús (ver Mc 10, 21).
De otro lado, el amor a Dios va primero, porque es el fundamento del amor al prójimo. Si se quita a Dios, cae todo respeto a la dignidad de la persona humana. Es lo que afirma muy claramente el Concilio Vaticano II: “La criatura sin el Creador se desvanece”.[2] Y de esto tenemos en nuestro tiempo muchos ejemplos. El olvido y rechazo de Dios abre el camino a las injusticias y violaciones más terribles contra la dignidad de la persona humana como son entre otras, el aborto, la eutanasia, la trata de personas, la violencia en el hogar, los abusos contra la mujer y los niños, la corrupción, las injusticias, las ideologías que deforman y tuercen la verdad antropológica de la persona humana, etc. En cambio, cuando se afirma a Dios brota la fraternidad, la solidaridad, la justicia y el amor fraterno, porque todos nos reconocemos sus hijos y por tanto hermanos entre sí.
Ante todo, lo dicho surge esta inquietud: ¿El amor es un mandamiento? Ciertamente lo es, lo afirma la misma Sagrada Escritura y el mismo Jesús: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros” (Jn 13, 34).
Pero además de ser un mandato, el amor es un don, es decir una realidad que Dios nos da a conocer y a experimentar, y que Él derrama en nuestras vidas (ver Rom 5, 5), de manera que como una semilla pueda germinar y desarrollarse también dentro de nosotros y desde ahí derramarse en la vida de los demás.
El amor es la vida íntima de Dios Uno y Trino, porque Dios es Amor (ver 1 Jn 4, 8), y Él derrama su misma vida divina en nuestros corazones para que amando como Él ama, no sólo hagamos felices a los demás y forjemos un mundo nuevo, sino podamos realizarnos plenamente como personas. Sólo amando es como el hombre se encuentra a sí mismo, se despliega y se realiza en plenitud. La verdad que define a la persona humana es esta: Hemos sido creados y reconciliados por el Amor y para el Amor. Fuera del Amor el ser humano nunca podrá reconocerse, ser feliz y salvarse.
Finalmente, alguno se preguntará: En estos tiempos de tanta confusión y de relativismo imperante en que incluso a lo impuro se llama amor, ¿Quién nos revela y nos muestra el amor verdadero, auténtico y genuino, el amor que ennoblece y hace digna la vida? ¿Quién nos enseña a amar de verdad? La respuesta es clara y definitiva para un cristiano: ¡El Señor Jesús! Él es el amor encarnado. Cristo, con el testimonio de su vida, encarna y expresa de manera perfecta el amor a Dios, su Padre, y el amor al prójimo, y para que no quedara duda de ello nos dejó su Cruz formada por dos maderos: El vertical y el horizontal. El vertical expresa su amor obediente a su Padre hasta el fin: “Todo está cumplido” (Jn 19, 30). Y el horizontal, su amor de Amigo fiel por nosotros: “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13, 1).
Sería bueno que el día de hoy cada uno se examinara sobre su vida de amor en la familia, con los amigos, en el trabajo, con los vecinos, así como nuestra vida de amor a los más pobres y necesitados, el amor al desconocido, al extranjero, al que no profesa nuestra propia fe, incluso al enemigo. Dios es amor absoluto, y en tanto participamos de ese Amor estamos llamados a compartirlo con todos. No hay “otros” ni “ellos”, sólo hay “nosotros”. Un ser humano sólo puede desarrollarse y encontrar su plenitud en la entrega sincera de sí a los demás. Por tanto, no podrá reconocer a fondo su propia verdad si no es en el encuentro con los otros. Nadie puede experimentar el valor de vivir sin rostros concretos a quien amar.[3]
Que, por la intercesión de Santa María, Madre del Amor, cada uno de nosotros muestre su fe en el único Dios vivo y verdadero, y en su único Hijo, nuestro Señor Jesucristo, con un testimonio límpido de amor al prójimo. Amén.
San Miguel de Piura, 25 de Octubre de 2020
XXX Domingo del Tiempo Ordinario
[1] S.S. Francisco, Angelus, 4-XI-2018.
[2] Concilio Vaticano II, Constitución Pastoral Gaudium et spes, n. 36.
[3] Ver S.S. Francisco, Carta Encíclica Fratelli tutti, n. 87.
Puede descargar el archivo PDF de esta Homilía de nuestro Arzobispo desde AQUÍ
Puede ver el video de la Santa Misa que presidió nuestro Arzobispo hoy AQUÍ