HOMILÍA EN LA SANTA MISA CRISMAL 2016
“Seamos Pastores misericordiosos”
Muy queridos hermanos y hermanas en Jesucristo:
Nos reunimos hoy para celebrar la Misa Crismal que presidida por el obispo y concelebrada con los sacerdotes de la Arquidiócesis, es la celebración en la que se consagra el Santo Crisma (de aquí el nombre de Misa Crismal) y se bendicen además los restantes óleos o aceites, para los enfermos y los que se van a bautizar. La palabra crisma proviene del latín chrisma, que significa unción. El crisma es la materia sacramental con la cual son ungidos los nuevos bautizados, son signados los que reciben la confirmación y son ordenados los obispos y sacerdotes, entre otras funciones. La consagración del crisma y la bendición de los oleos de los enfermos y catecúmenos ha de ser considerada como una de las principales manifestaciones de la plenitud sacerdotal del obispo.
En esta Misa Crismal nuestros queridos sacerdotes renovarán sus promesas sacerdotales y con ello su consagración y dedicación a Cristo y a la Iglesia. Juntos prometen solemnemente unirse más de cerca al Señor Jesús, ser sus fieles ministros, enseñar y ofrecer el santo sacrificio en su nombre y conducir a sus hermanos a Jesucristo, única fuente de salvación. Comentaba un sacerdote acerca del rito de la renovación de las promesas sacerdotales:
“Son todo un programa de vida, realista y exigente a la vez. Casi que me dan ganas de postrarme otra vez en el suelo, pidiendo perdón por tanta mezquindad en la respuesta y dejándome envolver nuevamente por la oración de la Iglesia. Porque sólo las podemos vivir con la gracia del Señor y sostenidos por las oraciones del pueblo de Dios, como bien lo señala el rito”.[1]
Semana Santa de la Misericordia
Esta Semana Santa la estamos viviendo en pleno Jubileo de la Misericordia. El misterio de la fe cristiana tiene en la “misericordia” su síntesis y ella se ha vuelto viva, visible y ha alcanzado su culmen en Jesús de Nazaret.[2] Esto es precisamente lo que vamos a celebrar en estos días santos de la pasión, muerte y resurrección del Señor Jesús: Que la misericordia es la elección que Dios–Amor hace en favor de todo ser humano por su eterna salvación, elección que ha sido sellada con la sangre del Hijo de Dios derramada en la Cruz.
Si bien la divina misericordia puede alcanzar gratuitamente a todos, de muchas y misteriosas maneras, ella se obtiene sobre todo, como señala el Papa Francisco, a través de la “vía cierta” del Sacramento de la Reconciliación. Este Sacramento es lugar privilegiado para experimentar la misericordia de Dios y celebrar la fiesta del encuentro con el Padre. Y todo ello gracias a que Jesús, que tiene “poder sobre la tierra para perdonar los pecados” (Lc 5, 24), ha transmitido esta potestad y misión a Su Iglesia (ver Jn 20, 21-23) y de manera particular a nosotros los sacerdotes.[3]
Seamos pastores misericordiosos
Sí queridos sacerdotes, el Señor Jesús nos ha dado la misión de representarle no sólo en el sacrificio eucarístico sino también en el Sacramento de la Reconciliación. Bien sabemos que hay una íntima conexión entre los sacramentos de la Eucaristía y de la Reconciliación. Si bien la Eucaristía, cumbre de la economía sacramental, en cuanto memorial del sacrificio de la Cruz tiene también la misión de rescatarnos del pecado, en la economía de la gracia elegida por Cristo, es propio del sacramento de la Reconciliación el perdón de los pecados, particularmente de los mortales[4], es decir de aquellos pecados que alteran radicalmente nuestra relación con Dios y nuestra comunión con la Iglesia.
En este Año de la Misericordia y siempre, los invito queridos sacerdotes a redescubrir la belleza del sacramento de la Reconciliación y a ponerlo en el centro de nuestros quehaceres ministeriales, conscientes que somos custodios y nunca dueños, tanto de las ovejas como de la gracia. De esta manera toda persona necesitada del perdón divino, podrá experimentar el amor fiel de Dios, un amor que nunca falla, un amor que todo lo hace todo nuevo por la potencia de la Cruz reconciliadora de Cristo (ver Ap 21, 5).
¿Cómo podremos ser mejores confesores? En primer lugar recordando cada vez que vayamos al confesionario para acoger a los hermanos, que no somos más que instrumentos activos de la misericordia divina.
“En otras palabras – y eso nos llena de responsabilidad – Dios cuenta también con nosotros, con nuestra disponibilidad y fidelidad, para hacer prodigios en los corazones. Tal vez más que en otros, en la celebración de este Sacramento es importante que los fieles tengan una experiencia viva del rostro de Cristo Buen Pastor”.[5] Para ello las personas nos deben encontrar disponibles y acogedores para confesar. Como decía aquel sacerdote hermano nuestro del presbiterio de Piura y Tumbes: “Si por lo menos estuviéramos todos los días una hora en el confesionario y nunca rechazáramos visitar a un enfermo, el Jubileo estaría más que cumplido”. ¡Que cada absolución que demos sea un jubileo del corazón!
En segundo lugar, viviendo el Sacramento de la Reconciliación ante todo nosotros mismos como una exigencia profunda y una gracia siempre anhelada, porque sin confesión sacramental, yo sacerdote nunca podré encontrar un renovado vigor e impulso para mi camino de santidad y para mi ministerio sacerdotal. Nunca debemos olvidar que “el confesor es, él mismo un pecador, un hombre siempre necesitado de perdón; es el primero que no puede prescindir de la misericordia de Dios que lo ha «elegido» y lo ha «constituido» (ver Jn 16, 16) para esta gran tarea”.[6] Por ello esforcémonos por confesarnos con frecuencia porque como advertía con sabiduría San Pío de Pietrelcina, “aunque una habitación quede cerrada, es necesario quitarle el polvo después de una semana”.
Asimismo cuando vayamos al confesionario sigamos el consejo que nos da el Papa Francisco: “Cuando confesaba, siempre pensaba en mí mismo, en mis pecados, en mi necesidad de misericordia y, en consecuencia, intentaba perdonar mucho”.[7]
Características de un buen confesor
Siguiendo siempre al Papa Francisco, reflexionemos ahora en algunas características del buen confesor para así ejercer este sacramento como “otros cristos”, es decir como pastores misericordiosos.
El buen confesor arde en deseos que todo fiel cristiano pueda experimentar el amor del Padre. Le consume el anhelo de salvar a las almas como Jesús (ver Jn 4, 35 y 6, 39), reza por la conversión de los pecadores y por su propia conversión, y está siempre disponible para confesar. El buen confesor no acoge a los penitentes con la actitud de un juez o de un simple amigo, sino con la caridad de Dios, con el amor de un padre que ve volver a su hijo y va a encontrarlo, con el amor del pastor que se alegra por haber encontrado a la oveja perdida.
El buen confesor se esfuerza por no alejar nunca a nadie de la misericordia y el perdón, porque tiene un corazón que se conmueve, pero no por puro sentimentalismo o vaga emoción sino porque tiene las entrañas de misericordia del Señor Jesús. No es ni rigorista ni laxista, pero sí presenta claramente a sus fieles que la percepción del pecado se mide con el Evangelio, y no con los «lugares comunes» o con la «normalidad» sociológica de los tiempos modernos que todo lo disculpa y relativiza.
Sabe que el pecado es una herida que hay que curar y no una mera mancha que limpiar, no tiene curiosidad enfermiza a la hora que confiesa, sino que sabe preguntar y aconsejar con delicadeza, es tierno con las personas porque sabe que sufren y es consciente de su responsabilidad porque comprende que frente a él tiene a las ovejas descarriadas que Dios tanto ama.
Igualmente ante las dificultades durante la confesión, busca con paciencia y caridad algún camino, esa “mínima grieta” para que la gracia divina pueda actuar en el penitente y así lograr que el corazón del pecador sea acariciado por la ternura de la misericordia del Señor, porque “estamos frente a un Dios que conoce nuestros pecados, nuestras traiciones, nuestras negaciones, nuestra miseria. Y sin embargo, está allí esperándonos para entregarse totalmente a nosotros, para levantarnos”.[8] Gracias al amor y misericordia de Dios, no hay pecado por grande que sea que no pueda ser perdonado; no hay pecador que sea rechazado. Toda persona que se arrepiente es recibida por Jesucristo con perdón y amor inmenso, y su culpa es cancelada.
El buen confesor no se queda sólo en el lenguaje hablado, sino que sabe valorar los gestos de arrepentimiento y de dolor de aquel que al acercarse al confesionario evidencia un deseo de conversión. Es además un “canal de alegría” para que el fiel después de “haber recibido el perdón, no se sienta ya oprimido por las culpas sino que pueda gustar la obra de Dios que lo ha liberado, vivir en acción de gracias, dispuesto a reparar el mal cometido y a salir al encuentro de los hermanos con corazón bueno y disponible”.[9] Y si no puede dar la absolución, el buen confesor le habla como un padre haciéndole experimentar al penitente que Dios lo ama y que siempre lo estará esperando porque Dios no se cansa de perdonar. Él no quiere que nadie se pierda ya que su misericordia “es más grande que nuestro pecado, su medicina es infinitamente más poderosa que la enfermedad que debe curar en nosotros”.[10] ¡Nunca es demasiado tarde!
Queridos Sacerdotes: En este año de la Misericordia, redescubramos con alegría y confianza el Sacramento de la Reconciliación. Pongámoslo en el centro de nuestro servicio sacerdotal. En esta Semana Santa en que recordamos agradecidos los orígenes de nuestro Sacerdocio y la alegría inmensa del don que hemos recibido, no nos olvidemos de lo que en vida nos decía San Juan Pablo II: “Oyendo las confesiones y perdonando los pecados estáis eficazmente edificando la Iglesia, derramando sobre ella el bálsamo que cura las heridas del pecado. Si ha de realizarse en la Iglesia una renovación del Sacramento de la Penitencia, será necesario que el sacerdote se dedique con gozo a este ministerio”.[11]
Finalmente recordemos siempre que “tenemos en el Cielo el corazón de una madre. La Virgen, nuestra Madre, que al pie de la Cruz sintió todo el sufrimiento posible para una criatura humana, comprende nuestros males y nos consuela”.[12]
Que en todo momento sea María, refugio de pecadores y Madre de Misericordia, la que nos guíe, sostenga y apoye en el ejercicio del fundamental ministerio de la Reconciliación.
Amén.
San Miguel de Piura, 22 de marzo de 2016
Martes Santo – Santa Misa Crismal
[1] R.P. Leandro Bonnin, Arquidiócesis de Paraná – Argentina.
[2] Ver S.S. Francisco, Bula Misericordiae Vultus, nn. 1 y 17.
[3] Ver S.S. Francisco, Discurso a los participantes en el Curso sobre el Fuero Interno, 04-III-2016.
[4] Ver Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1393 y 1395.
[5] San Juan Pablo II, Carta a los Sacerdotes para el Jueves Santo de 2002, n. 4.
[6] S.S. Francisco, Discurso a los participantes en el Curso sobre el Fuero Interno, 04-III-2016.
[7] S.S. Francisco, Libro El nombre de Dios es misericordia, pág. 48.
[8] S.S. Francisco, Libro El nombre de Dios es misericordia, pág. 53.
[9] S.S. Francisco, Discurso a los participantes en el Curso sobre el Fuero Interno, 04-III-2016.
[10] Ibid. Pág. 52.
[11] San Juan Pablo II, Discurso a los sacerdotes en España, 06-XI-1982.
[12] San Leopoldo Mandic.