HOMILÍA DEL SEÑOR ARZOBISPO METROPOLITANO DE PIURA EN LA SOLEMNIDAD DEL CORPUS CHRISTI 2019
Hoy es la gran Solemnidad del Corpus Christi, fiesta donde damos pública adoración a la presencia real de Jesucristo en el misterio de la Eucaristía. Con satisfacción podemos decir que Piura ha sido y es “Ciudad Eucarística”. Esta tarde, con profunda gratitud a Dios, permanecemos en silencio ante el misterio de la fe. Lo contemplamos con ese sentimiento íntimo que San Juan Pablo II llamó con acierto, “asombro eucarístico”, porque en la Hostia Santa está Cristo, con su cuerpo, sangre, alma y divinidad.
El obispo, los sacerdotes, los consagrados y consagradas, y los laicos bautizados, es decir todo el Pueblo de Dios, vivimos de la Eucaristía. Sin Ella no tenemos vida como nos ha advertido el mismo Jesús en el Evangelio: “En verdad, en verdad les digo: si no comen la carne del Hijo del Hombre y beben su sangre, no tienen vida en ustedes. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el día final” (Jn 6, 53-54). A las familias presentes esta tarde les digo que la Eucaristía les es absolutamente necesaria para crecer en el amor conyugal y familiar.
Al concluir esta Santa Misa, iremos cantando y rezando en procesión hacia la Parroquia Santísimo Sacramento. Con esta procesión queremos manifestar nuestra condición de peregrinos hacia la Patria Celestial. Lo reconfortante y alentador es saber que en este caminar por la vida que transcurre en medio de alegrías y dolores, no estamos solos: Cristo, el Pan de Vida, camina con nosotros como fuente inagotable de amor y de fortaleza, de gracia y de paz.
Si bien la Eucaristía es el sacramento de la presencia real de Cristo, alimento de vida eterna y prenda de la gloria futura, nunca hay que olvidar que también es “sacrificio” en el que Jesús nos dona de nuevo su Cuerpo, haciendo presente el único sacrificio de la Cruz para la salvación del mundo.
Es bueno también recordar brevemente el origen de esta fiesta que tiene su raíz en el extraordinario milagro eucarístico ocurrido en la ciudad italiana del Bolsena el año 1263. Un sacerdote que celebraba la Misa tuvo dudas de que la consagración fuera algo real. Al momento de partir la Hostia Santa, vio salir de ella abundante sangre la cual fue empapando en seguida el corporal y el altar. A pesar de los siglos transcurridos, las manchas de sangre se pueden apreciar hasta el día de hoy en el corporal y en el altar.
Por eso esta tarde quiero dirigirme especialmente a los sacerdotes quienes tenemos el don de celebrar la Santa Misa y la responsabilidad de pronunciar las mismas palabras de Jesús en la Última Cena, y con ello traer a Dios a la tierra y sostenerlo en nuestras manos para después darlo a nuestros hermanos como alimento de vida eterna.
Queridos Sacerdotes: la mayor desgracia que nos puede suceder en nuestro ministerio es que nos acostumbremos a celebrar la Misa. Que nuestra alma se endurezca ante este misterio de amor, que celebremos la Eucaristía sin fervor, de prisa, sin “asombro eucarístico”, y peor aún que la ensuciemos con intereses mezquinos, como nos ha advertido recientemente el Papa Francisco.
Por ello sigamos todos los días la recomendación de Santa Teresa de Calcuta: “Sacerdote de Jesucristo, celebra esta Misa como si fuera tu primera Misa, tu única Misa, tu última Misa”. Un sacerdote que celebra santa y devotamente la Eucaristía, edifica y estimula al Pueblo de Dios haciéndole un bien inmenso más que el que puede hacerle con centenares de otras acciones. ¡Nada santifica y evangeliza más que la Eucaristía!
La lectura del Evangelio de San Lucas que hemos escuchado (ver Lc 9, 11b-17), describe el milagro de la multiplicación de los panes de una manera que deja transparentar un prodigio más grande: la Santa Eucaristía. El Señor Jesús por medio de este milagro nos deja algunas enseñanzas muy hermosas tanto para comprender mejor el don eucarístico como para poder vivirlo cada día de manera más consciente, activa y fructuosa. Veamos.
En primer lugar está la muchedumbre. Una multitud de discípulos ha seguido a Jesús para escucharle, porque el Señor habla y actúa de un modo nuevo, con autoridad y autenticidad, con coherencia y veracidad, con misericordia y alegría. Las gentes ven en Jesús el rostro de Dios y por ello le siguen y se sienten renovadas en la esperanza. Esta tarde nosotros somos esa “multitud”, esa “muchedumbre” del Evangelio. También nosotros buscamos seguir a Cristo, oír su Palabra y entrar en comunión de vida con Él en la Eucaristía. Preguntémonos con el Papa Francisco: “¿Cómo sigo yo a Jesús? En cada Misa, ¿me esfuerzo por escucharle y acogerle, es decir me esfuerzo por salir de mi mismo para ir a su encuentro y al de mis hermanos que participan conmigo de la Eucaristía?
No hay que olvidar que Jesús nos habla en silencio en el misterio de la Eucaristía. En cada Misa, el Señor nos recuerda que seguirle a Él nos exige salir de nosotros mismos y hacer de nuestra vida un don para Él y para los demás.
Pero el Evangelio de hoy no se queda ahí. Los Apóstoles advierten que la multitud está cansada por la larga jornada, que además está hambrienta, que se encuentra a la intemperie, que está en una zona alejada de lugares habitados, y que además ya se está haciendo tarde. Por eso le sugieren al Señor la “solución” que despida a la multitud. Es ahí cuando Jesús les plantea otra solución pero que va en sentido totalmente contrario a la de ellos y que los deja sorprendidos: “Denles ustedes de comer”.
Como a los Apóstoles, a nosotros muchas veces nos asecha la tentación de no querer hacernos cargo de las necesidades de los demás. Claro, es más fácil despedir a la gente que ser solidarios y practicar la misericordia y la caridad con el otro, es decir asumir el dolor y la necesidad del hermano como algo propio y desde ahí comprometernos afectiva y efectivamente con él. Esta tarde Jesús también nos pide a nosotros que le “demos de comer a los demás”, es decir que nos hagamos responsables de los que pasan necesidad y que compartamos con ellos lo mucho o poco que tenemos. Toda celebración de la Eucaristía nos debe mover a la solidaridad y a no tener miedo a ser solidarios, tanto con el conocido como con el desconocido.
Y entonces en el relato evangélico acontece el milagro: A partir de cinco panes y dos peces que era todo lo que había, es decir a partir de prácticamente nada, pero que con fe y generosidad se le entrega al Señor, Jesús sacia a una multitud calculada sólo en hombres en más de 5,000 personas sin contar mujeres y niños. Y cuando digo “sacia” me refiero a que todos comieron y repitieron todo lo que quisieron hasta hartarse, y encima sobraron doce cestas repletas de alimentos. Así obra Dios. Cuando de nuestra parte ponemos a su disposición, con fe y amor, nuestras humildes y pobres capacidades y medios, Él obra milagros, Él marca la diferencia, Él produce la abundancia, haciendo posible lo imposible y con ello brota la esperanza y la alegría de vivir. A partir de nuestra pobreza el Señor realiza sus obras asombrosas y maravillosas. Ahora bien, esto también sucede en cada Misa: ¿Qué le ofrecemos a Dios? La pobreza de pan y vino. ¿Qué hace Él cuando recibe nuestra ofrenda? Por las palabras de la consagración obra el milagro: El pan se convierte en el Cuerpo de Cristo y el vino en su Sangre preciosa que sacian a la multitud de los creyentes, que sacian nuestra hambre de Dios y nuestra nostalgia de infinito.
Un último detalle que no podemos dejar pasar de alto: Antes de realizar el milagro de la multiplicación de los panes y de los peces, el Señor ordena a los Apóstoles que la gente se siente sobre la hierba en grupos de cincuenta personas. Es todo un símbolo hermoso de cómo la Eucaristía es el sacramento que construye la comunión. Es en la escucha de su Palabra y cuando nos alimentamos con su Cuerpo y su Sangre, cuando el Señor obra el portento que pasemos de ser multitud anónima a ser Pueblo de Dios, es decir, a ser comunidad de fe, esperanza y caridad. En cada Misa, el Señor nos saca de nuestro individualismo, de nuestro egoísmo, y nos hace experimentar el gozo del encuentro y de la amistad con Él y con los hermanos.
Preguntémonos: ¿Cómo vivo yo la Eucaristía? ¿Vivo la Misa como momento de comunión con el Señor y con los hermanos que comparten conmigo la misma mesa eucarística? ¿Fomento el ir a Misa los domingos en familia buscando vivir de verdad el “Día del Señor”? Son algunas preguntas para nuestra reflexión y compromiso.
Nos confiamos en este día solemne de Corpus Christi y en todo momento a nuestra Madre Santísima. Que la Virgen Santa María nos sostenga en la búsqueda y en el seguimiento de su Hijo Jesús, el “pan verdadero”, el “pan vivo”, que no se acaba y que dura para la vida eterna.
Que así sea. Amén.
Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo