Homilías

HOMILÍA DEL ARZOBISPO METROPOLITANO DE PIURA EN LA SOLEMNIDAD DE PENTECOSTES 2020

«Creo en el Espíritu Santo Señor y dador de vida»

Muy queridos hermanos en Dios Espíritu Santo: 

Celebramos hoy la hermosa solemnidad de Pentecostés que es la cumbre o cúspide del año litúrgico, porque todo el año litúrgico está como orientado hacia esta fiesta del Espíritu Santo, porque será Él quien continúe la obra de la salvación realizada por el Señor Jesús en la Iglesia y por medio de Ella en el mundo.   

Pero, ¿quién es el Espíritu Santo a quién un renombrado teólogo alguna vez llamo “El Gran desconocido”?[1] El Espíritu Santo es la tercera persona de la Santísima Trinidad, es el Amor, la comunión que brota eternamente de la unidad entre el Padre y el Hijo, o mejor dicho el Amor y la comunión que brota del don recíproco del Padre al Hijo y del Hijo al Padre. El Espíritu Santo es entonces la fuerza personal de unidad que los impulsa y que a la vez da consistencia a su entrega mutua.

El Espíritu Santo es también aquel que por medio del santo Bautismo nos hace hijos de Dios en Cristo y así nos conduce hacia el Padre (ver Ez 36, 24-27; Mt 3, 11). Como afirma San Pablo, la presencia del Espíritu en nuestros corazones es el sello, la garantía de nuestra filiación: “Pues no recibieron un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibieron un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre!” (Rom 8,15)… “La prueba de que son hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre! “(Gal 4,6).  

Asimismo, el Espíritu Santo nos ayuda en nuestro proceso de configuración con el Señor Jesús. Por eso es el “santificador”, porque con la cooperación de María, nos conforma nos asemeja con Cristo, el modelo de toda humana perfección.

Al ser la fuente de la unidad entre el Padre y el Hijo, el Espíritu Santo es el Espíritu de la comunión, y por tanto es quien nos ayuda a superar nuestras divisiones y nos concede su auxilio para que podamos ser uno en la Verdad y el Amor, tanto en la Iglesia como en el mundo.  

El Espíritu Santo es además aquel que anima la vida apostólica de la Iglesia. Efectivamente en el pasaje de los Hechos de los Apóstoles de la liturgia de hoy (Hch 2, 1-11), vemos al Espíritu descendiendo con una fuerza extraordinaria sobre los discípulos en compañía de Santa María. En forma de viento impetuoso y de llamaradas de fuego, los saca de su encierro y los haces capaces de anunciar a todo el mundo la buena nueva del Señor Jesús, con valentía, firmeza y decisión, hasta el extremo que entregarán sus vidas anunciando el Evangelio. Por tanto, el Espíritu Santo es también aquel que pone en movimiento, desde Pentecostés hasta el día de la venida final de Jesucristo, nuestras energías más profundas, vivificándolas y dirigiéndolas en orden a que realicemos la misión que Jesús ha confiado a su Iglesia y por tanto a nosotros: “Vayan, y hagan discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; enseñándoles que guarden todas las cosas que les he mandado” (Mt 28, 19-20). En orden a que podamos realizar bien esta misión de anunciar el Evangelio de Cristo, el Espíritu del Señor será el “Consolador”, “el “Parákletos”, quien nos enseñará toda la Verdad, tomándola de la riqueza de la palabra de Cristo, para que nosotros, a su vez, la comuniquemos a todos los hombres.     

Es asombroso constatar que el acontecimiento de gracia de Pentecostés ha seguido produciendo a lo largo de los siglos hasta nuestros días sus maravillosos frutos, suscitando por doquier ardor evangelizador y compromiso de amar y servir con absoluta entrega a Dios y a los hermanos. También hoy el Espíritu impulsa en la Iglesia pequeños y grandes gestos de perdón y profecía, y da vida a carismas y dones siempre nuevos, que atestiguan su incesante acción en el corazón del hombre.

El Evangelio de hoy (ver Jn 20, 19-23) nos muestra que Pentecostés está estrechamente unido a los misterios de la Encarnación y de la Pascua. Efectivamente, Pentecostés es fruto del Calvario y de la Resurrección: Jesús murió para comunicarnos el Espíritu Santo y resucitó para darnos el Espíritu Santo. San Juan nos cuenta que Jesús resucitado acude al Cenáculo donde los discípulos están encerrados por miedo a los judíos. Pero como para el Señor no hay obstáculo que no se pueda superar, colocándose en medio de ellos les dice: “Paz a ustedes. Dicho esto les mostró las manos y el costado” (Jn 20, 19).

El Señor resucitado manifiesta así el vínculo que hay entre sus llagas y los dones que va a dar a sus discípulos. La paz que les da es fruto de su victoria sobre el pecado y la muerte. Esto vale también para el don del Espíritu Santo: “Y soplando sobre ellos les dijo: Reciban el Espíritu Santo, a quienes les perdonen los pecados les quedan perdonados y a quienes se los retengan les quedan retenidos” (Jn 20, 22-23). Jesús, con la fuerza del Espíritu Divino, instituye así el sacramento de la reconciliación, sacramento del perdón y de la misericordia. 

El soplo del Señor transmite el Espíritu. Así como en la creación del hombre, Dios sopló su Espíritu sobre el barro que había moldeado dándole vida, su misma vida (ver Gen 2, 7), así del mismo modo Jesús sopla sobre sus discípulos para indicar que su misterio pascual ha dado lugar a una nueva creación: la del hombre liberado del pecado, hecho hijo de Dios en Cristo, heredero de la vida eterna, capaz de construir en el mundo la ansiada Civilización del Amor.

Por eso hoy, con más conciencia y decisión que nunca, a la hora de la Profesión de nuestra Fe con el rezo del Credo digamos: “Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida”. Sí, creo en el Espíritu Santo que purifica, santifica, da impulso e infunde paz, alegría y amor.

¿Qué enseñanzas nos deja la fiesta de Pentecostés? La primera, que debemos ser más conscientes de la acción del Espíritu Santo en nuestras vidas, para así ser más dóciles a su acción en nuestros corazones y ser animados por el Amor que es Él. Los actuales momentos que vivimos exigen de nosotros vivir intensa y eficazmente la caridad con todos, pero especialmente con los que más sufren y para ello nos ayuda el Espíritu de Amor.

En segundo, lugar elevarle nuestra oración de súplica incesante porque el vacío del hombre y el poder del pecado y del mal es muy grande cuando Él no envía su aliento.

Por eso como lo hacían Santa María y los Apóstoles en el Cenáculo de Jerusalén, en la espera del cumplimiento de la promesa de Jesús (ver Jn 14, 18), no dejemos de repetir:

“Ven, Espíritu Santo, ven”. Ven, porque el momento que vivimos es dramático y doloroso.

“Ven, Espíritu Santo, ven”. Sana a nuestros enfermos, y fortalece a nuestros médicos, enfermeras, y sacerdotes.

“Ven, Espíritu Santo, ven”. Tú que eres aliento de Vida detén la pandemia, enjuga las lágrimas y reconforta a los que están en duelo.   

“Ven, Espíritu Santo, ven”. Riega esta tierra nuestra con los dones de la salud, la vida, y la alegría.

“Ven, Espíritu Santo, ven”. Tú que descendiste sobre María y los Apóstoles en forma de llamaradas de fuego y les diste el don de lenguas, haznos capaces de comunicar la Palabra de Jesús, que es la única palabra capaz de consolar, fortalecer y renovar la esperanza.

“Ven, Espíritu Santo, ven”. Haznos instrumentos de tu Amor, de ese Amor que procede del Padre y del Hijo, de ese Amor que es fuego, pero un fuego que no destruye sino que da calor, certeza y alivio. 

¡Ven Espíritu Santo, y renueva la faz de la Tierra!

María Santísima, en este día en que concluimos este mes dedicado a Ti, también hoy te queremos rezar porque Tú eres la gran cooperadora y aliada del Espíritu en la Historia de la Salvación. Tú lo recibiste en tu Inmaculada Concepción, en la Anunciación-Encarnación y en Pentecostés. Por eso nadie mejor que Tú para atraerlo hoy sobre nosotros en esta difícil hora. Como los Apóstoles nos reunimos en torno a Ti, oh Madre, para decirte:

Oh Purísima Virgen María, que en tu Inmaculada Concepción fuiste hecha por el Espíritu Santo, Tabernáculo escogido de la Divinidad, ruega por nosotros y haz que el Divino Paráclito, venga pronto a renovar la faz de la tierra.

Oh Purísima Virgen María, que en el misterio de la Anunciación-Encarnación fuiste hecha por el Espíritu Santo verdadera Madre de Dios, ruega por nosotros y haz que el Divino Paráclito, venga pronto a renovar la faz de la tierra.

Oh Purísima Virgen María, que estando en oración con los Apóstoles, en el Cenáculo fuiste inundada por el Espíritu Santo, ruega por nosotros y haz que el Divino Paráclito, venga pronto a renovar la faz de la tierra.

Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu Amor.

Envía, Señor, Tu Espíritu que renueve la faz de la tierra.

San Miguel de Piura,  31 de mayo de 2020
Solemnidad de Pentecostés

[1] Ver Antonio Royo Marín O.P., El Gran Desconocido. El Espíritu Santo y sus Dones; Biblioteca de Autores Cristianos, Sexta Edición 1987.

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