Homilías

HOMILÍA DEL ARZOBISPO METROPOLITANO EN EL JUEVES SANTO – CELEBRACIÓN DE LA CENA DEL SEÑOR 2024

JUEVES SANTO

“Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer”

La liturgia de hoy, Jueves Santo, nos transporta al Cenáculo de Jerusalén, a esa habitación de arriba, donde el Señor Jesús celebró la Cena Pascual con los suyos antes de padecer, morir y resucitar. Según el evangelista San Lucas, el Señor Jesús comenzó la Última Cena con estas palabras: “Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer” (Lc 22, 15).

La Última Cena de Jesús con sus Apóstoles, fue entonces celebrada en un clima de anhelo, de deseo, de fervor, de ardor ¿Cómo vivimos nosotros esta noche de Jueves Santo? ¿Cómo vivimos esta Semana Santa? ¿Con unción, con amor? Más aún, ¿cómo vives tú la Eucaristía dominical que tuvo su origen precisamente un Jueves Santo como hoy, con la primera Misa celebrada por el Señor en el Cenáculo con sus Apóstoles? Qué hermoso sería que cada domingo cuando vengamos a la Eucaristía, seamos nosotros los que pudiéramos decirle al Señor: “Jesús, toda la semana he deseado ardientemente este momento para encontrarme contigo, realmente presente en el Sacramento de tu Cuerpo y de tu Sangre”.  

Qué hermoso sería que cada domingo cuando vengamos a la Santa Misa, le manifestemos a Jesús esa ansia, ese ardor, y esa piedad de encontrarnos con Él, con nuestra oración devota, entonando nuestros cantos litúrgicos con alegría y entusiasmo, respondiendo con voz firme a las aclamaciones del rito de la Misa, asumiendo las posiciones corporales exigidas en cada parte de la Eucaristía, escuchando con atención la Palabra de Dios, teniendo la disposición espiritual adecuada de ofrecemos con Cristo al Padre en el Espíritu, recibiendo con fe y amor, y con un corazón limpio de pecado, la sagrada comunión, viviendo entre nosotros el amor fraterno.  

Quisiera que esta noche de Jueves Santo, todos y cada uno de nosotros, nos sintamos transportados al Cenáculo de Jerusalén, a ese cuarto superior donde el Señor está con los suyos. Uno de los significados de la palabra “cenáculo” es, reunión entrañable de personas amigas. Adentrémonos en la intimidad que hay en esa habitación, para que el amor intenso que Jesús está viviendo con los suyos nos alcance, y encienda la caridad en nuestros corazones. La riqueza de la Liturgia Católica reside en hacer “hoy”, es decir, en hacer presente en medio de nosotros, los misterios salvíficos realizados por el Señor Jesús, con su misma fuerza santificadora y reconciliadora. Por eso, “cuando la Iglesia celebra la Eucaristía, memorial de la muerte y resurrección de su Señor, se hace realmente presente este acontecimiento central de salvación, y se realiza la obra de nuestra redención”.[1]

El lavatorio de los pies

El Evangelio de hoy, nos relata que lo primero que hizo Jesús en el Cenáculo, fue lavarle los pies a sus Apóstoles (ver Jn 13, 4-17). Estos se sorprendieron de ver a su Señor quitarse el manto para hacer lo que hacían los sirvientes y los esclavos: ¡Lavar los pies! Él, el Maestro y el Señor, les lavaba los pies a ellos, y de esta manera les daba lección de amor, de servicio, y de humildad.

El lavatorio de los pies, por parte del Señor, es un símbolo expresivo del misterio de su Encarnación, de su anonadamiento, de su kénosis (del griego κένωσις: «vaciamiento»), que llegaría hasta el extremo de la Cruz. Así lo afirma San Pablo: “El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz.” (Flp 2, 6-8). 

Ante este gesto del Señor Jesús, Simón Pedro protesta: “No me lavarás los pies jamás. Jesús le respondió: Si no te lavo, no tienes parte conmigo. Le dice Simón Pedro: Señor, no sólo los pies, sino hasta las manos y la cabeza” (Jn 13, 8-9). Con el lavatorio de los pies, Jesús nos recuerda que, la Eucaristía exige que ésta sea testimoniada en el servicio de amor a los hermanos, porque, “el hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás”.[2] 

Institución de la Eucaristía

Una vez sentado a la mesa, cómo se habrán emocionado los discípulos, cuando escucharon las palabras de Jesús: “Este es mi cuerpo que es entregado por vosotros; haced esto en recuerdo mío… Esta copa es la Nueva Alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros” (Lc 22, 19-20). De esta manera, y antes de que los hombres le den muerte en la Cruz, Jesús decide perpetuar su sacrificio reconciliador en el Sacramento de la Eucaristía, porque “la Misa hace presente el sacrificio de la Cruz, no se le añade y no lo multiplica… La naturaleza sacrificial del Misterio eucarístico, no puede ser entendida, por tanto, como algo aparte, independiente de la Cruz o con una referencia solamente indirecta al sacrificio del Calvario”.[3]  Momentos después, los apóstoles tienen en sus manos primero, y después en sus corazones por la sagrada comunión, el verdadero Cuerpo y la verdadera Sangre que el Señor habría de entregar al día siguiente en la Cruz.

Francois Mauriac, escritor católico francés del siglo veinte, y premio nobel de literatura, en su famosa obra “La Vida de Jesús”, describe con estas palabras el sublime momento que fue la Primera Comunión de los Apóstoles: “¿Comprendieron que acababan de recibir parte de aquel cuerpo y de aquella sangre? El Hijo del Hombre estaba allí, sentado en el centro de la mesa, y al mismo tiempo cada uno de ellos se percataba de que Él (de que Jesús) se estremecía en su fuero interno, palpitaba, ardía como una llama que no hubiera sido nunca más que un refresco y una delicia. Por primera vez en este mundo se consumaba la maravilla: poseer lo que se ama, incorporarse a ello, alimentarse de ello, confundirlo con su propia sustancia y sentirse transformado en su amor vivo”.[4]   

Cómo fueran siempre así nuestras comuniones eucarísticas, momentos intensos de unión con el amigo Jesús, donde Cristo nos transforma a semejanza suya, y donde su Amor lo llena todo en nosotros. Con el gesto de Jesús, de partirles el pan y alcanzarles la copa llena del fruto de la vida, se daba pleno cumplimiento a la promesa del Discurso del Pan de Vida que Jesús había pronunciado en la sinagoga de Cafarnaúm: “Yo soy el pan de la vida. El que venga a mí, no tendrá hambre, y el que crea en mí, no tendrá nunca sed” (Jn 6, 35). Asimismo, cuán sobrecogidos se habrán sentido los Apóstoles al ver que Jesús los hacía depositarios y responsables de la celebración del misterio de este Sacramento: “Haced esto en recuerdo mío” (Lc 22, 19). 

El don del sacerdocio ministerial

En la noche del Jueves Santo, los Apóstoles no sólo fueron objeto del amor servicial de Jesús al lavarles el Señor los pies, no sólo tuvieron la dicha de tener en sus manos, y después en sus corazones el Cuerpo y la Sangre de Cristo, sino que, además, recibieron el don del Sacerdocio, para que las generaciones de cristianos de todos los tiempos pudieran recibir y adorar el mismo Cuerpo y la misma Sangre que Jesús entregó en la Cruz por nuestra Reconciliación. Hoy, Jueves Santo, somos también invitados a agradecer al Señor el don del sacerdocio ministerial que, por voluntad de Cristo, está reservado a los varones.

En efecto: “La ordenación sacerdotal, mediante la cual se transmite la función confiada por Cristo a sus Apóstoles, de enseñar, santificar y regir a los fieles, desde el principio ha sido reservada siempre en la Iglesia Católica exclusivamente a los hombres. Esta tradición se ha mantenido también fielmente en las Iglesias Orientales… Por otra parte, el hecho de que María Santísima, Madre de Dios y Madre de la Iglesia, no recibiera la misión propia de los Apóstoles ni el sacerdocio ministerial, muestra claramente que la no admisión de las mujeres a la ordenación sacerdotal no puede significar una menor dignidad ni una discriminación hacia ellas, sino la observancia fiel de una disposición que hay que atribuir a la sabiduría del Señor del universo”.[5] 

Orar por la santificación de los sacerdotes y por las vocaciones

En cierta medida el sacerdote es para la Eucaristía y la Eucaristía para el sacerdote. Debemos orar intensa e incesantemente por la fidelidad y santificación de los sacerdotes de Piura y Tumbes, y de todo el mundo, expuestos hoy más que nunca a las tentaciones, y a las insidias del cansancio y del desaliento.

Hoy, en nuestra oración ante el Monumento Eucarístico, también debemos pedir por las vocaciones al sacerdocio, para que nunca falte este don del Señor Jesús a su Iglesia, y así, todos puedan nutrirse del sacramento del Cuerpo y la Sangre de Cristo. Hagamos siempre nuestra la recomendación del Señor Jesús: “Rogad, pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies.” (Mt 9, 38).  

Y después de todo esto, vino la intensidad de un largo momento de diálogo íntimo con Jesús, en las que el Maestro les da las últimas enseñanzas: El llamado a la fidelidad; a que estén unidos a Él como el sarmiento está unido a la vid, para así poder dar frutos de santidad; la revelación que Él y el Padre son Uno; la manifestación clara que Él es el Camino la Verdad y la Vida y que nadie se salva sino por Él; la promesa de que no se quedarán huérfanos porque Él les enviará al Espíritu Santo; el que estén prevenidos de que el mundo los odiará como a Él lo ha odiado; la oración sacerdotal, la despedida (ver Jn 14-17).

Queridos hermanos: Todos estos acontecimientos, se vivieron esta noche de Jueves Santo, en esa habitación superior, sencilla pero cálida, conocida como Cenáculo, y todo se vivió en un ambiente que desbordaba un amor intenso de gran ternura y amistad, que podemos medir por la forma cómo Jesús llamó en el Cenáculo a sus discípulos: “Hijitos” (ver Jn 13, 33). Jesús llamaba “Hijitos” a aquellos hombres rudos quienes, a excepción de San Juan, estaban en la madurez de su edad.

También podemos deducir que, en el Cenáculo, se respiraba una fe profunda, por lo que los Apóstoles le dicen al Señor Jesús: “Le dicen sus discípulos: Ahora sí que hablas claro, y no dices ninguna parábola. Sabemos ahora que lo sabes todo y no necesitas que nadie te pregunte. Por esto creemos que has salido de Dios” (Jn 16, 29-30).  

Qué momentos más emocionantes se vivieron en el Cenáculo de Jerusalén. Sin duda fueron momentos de profunda intimidad y comunión, momentos de amistad y amor.

Dios nos conceda poder vivir así cada Misa, cada Eucaristía. Vivirlas como los Apóstoles la vivieron en el Cenáculo de Jerusalén: En clave de encuentro, de comunión, de amistad, de amor con el Señor Jesús, y en Él, entre nosotros.

Amén.

San Miguel de Piura, 28 de marzo de 2024
Jueves Santo
Celebración de la Cena del Señor

[1] San Juan Pablo II, Carta Encíclica Ecclesia de Eucharistia, n. 11.

[2] Constitución Pastoral, Gaudium et spes, n. 24.

[3] San Juan Pablo II, Carta Encíclica Ecclesia de Eucharistia, n. 12.

[4] Francois Mauriac, “La Vida de Jesús”, Ed. Edibesa, pp. 183-184.

[5] San Juan Pablo II, Carta Apostólica Ordinatio Sacerdotalis nn. 1 y 3; (22-V-1994). Ver además Card. Luis F. Ladaria Ferrer, Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, “A propósito de algunas dudas acerca del carácter definitivo de la Doctrina de la Ordinatio Sacerdotalis”, (30-V-2018).

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